
La situación judicial en torno a la subdirectora del Teatro Principal de Alicante, María Dolores Padilla, vuelve a poner de manifiesto una realidad que muchos profesionales del sector cultural conocen bien: la incomprensión estructural de la administración pública hacia el funcionamiento real de la cultura y quienes la sostienen.
Cinco meses después del sobreseimiento de la causa por supuesta prevaricación administrativa en los contratos del Teatro Principal, los recursos de apelación de la Fiscalía y la acusación particular han llegado a la Audiencia Provincial de Alicante. A partir de ahora, será este órgano el encargado de deliberar y fallar sobre el futuro del proceso.
Cabe recordar que el juzgado de instrucción número 4 archivó la causa el pasado mes de febrero al no apreciar indicios de que Padilla cometiera irregularidad alguna en la contratación de servicios esenciales como acomodadores o montadores de escenarios. Según recogía el auto judicial, no se ha podido acreditar que existieran fines ilícitos o intencionalidad fraudulenta en la gestión de estos contratos, ajustados a los límites y requisitos que marca la ley.
Sin embargo, más allá de la letra fría de la ley, este caso pone en el centro del debate una cuestión mucho más amplia y urgente: la necesidad de adaptar los mecanismos administrativos a la realidad del ámbito cultural. La creación artística y la producción escénica no responden a los mismos tiempos, formatos ni necesidades que otros sectores de la administración. Exigir que el funcionamiento de un teatro público se rija por los mismos parámetros que cualquier departamento burocrático es desconocer, o querer ignorar, el carácter singular de la cultura.
Profesionales como María Dolores Padilla, que asumen responsabilidades en la gestión de espacios culturales, se encuentran a menudo atrapados entre las exigencias administrativas y la precariedad estructural del sector. Contratos intermitentes, necesidad de inmediatez en la contratación de personal técnico, pagos que se dilatan meses y una maraña burocrática pensada para otro tipo de realidades hacen prácticamente inviable desarrollar una carrera digna en este ámbito.
Este proceso judicial, más allá de su recorrido legal, debería servir como un toque de atención. No se puede seguir gestionando la cultura desde la desconfianza, el desconocimiento y la rigidez administrativa. Si no se reconoce y protege la especificidad de la cultura como motor social y económico, lo único que se consigue es precarizar aún más a quienes la sostienen y poner en riesgo la propia oferta cultural pública.
La cultura no puede seguir siendo tratada como una excepción incómoda dentro del engranaje administrativo, sino como un espacio que necesita, urgentemente, marcos normativos y laborales adaptados a su realidad. Solo así será posible garantizar la dignidad profesional y la sostenibilidad del sector.
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