Crónica de unas vacaciones que no fueron
Y así, señoras y señores, comenzó mi gran viaje al norte. Diez días soñando con los 20 grados, los helechos verdes, los cielos grises pero fotogénicos, las cañas que no cuestan lo mismo que un alquiler y los paseos familiares entre montes y miradores.
Lo tenía todo planeado: las rutas, la playlist del coche, el momento justo para sacar la foto con niebla como si fuera yo un personaje melancólico de Goenkale.
Pero ya lo decía el refrán: el karma tiene mejor sentido del humor que yo. A escasos kilómetros de casa, mi coche, ese viejo compañero de aventuras y facturas, decidió hacer huelga. Un acto de protesta mecánica contra mi entusiasmo. Ni un pitido, ni un aviso. Solo silencio. O peor, un ruido seco seguido de nada. ¡Adiós vacaciones!. ¡Hola, taller!.
Así que ahora estoy aquí, escribiendo desde mi apartamento de una sola habitación —también conocido como “residencia oficial del fracaso veraniego”— con la maleta todavía hecha, pero sin destino. Mi ropa de entretiempo se ha quedado perfectamente doblada, como burlándose de mi inocencia. «¿Te pensabas que ibas a usarnos?», parecen decir los pantalones largos. «¡Qué bonito es tener sueños!»
Mis amigos están colgando fotos idílicas en Instagram, mi familia a mil kilómetros, y yo comparto agosto con el aire estancado de la ciudad, las persianas medio bajadas, y el reconfortante zumbido de la nevera. Esa rutina de la que intentaba huir, ahora se me ha colado en casa, se ha puesto las zapatillas, y está haciendo café como si viviera aquí. Spoiler: vive aquí.
Lo más parecido a un paisaje de postal ha sido ver mi coche subido a una grúa. Majestuoso, elevado, como si fuera de visita a su propio funeral. Le faltó una corona de flores con una banda que dijera “Buen intento”. Porque sí, este agosto es un homenaje a la precariedad emocional, logística y económica. Y uno ya no sabe si reír o hacer una ofrenda a San Cristóbal, patrón de los viajes… y de los fracasos vacacionales, aparentemente.
Pero escribo. Porque en este naufragio estival, escribir es mi barquita hinchable. Y si no puedo huir de esta ciudad, al menos puedo hacer turismo por mi rabia. Porque agosto es ese mes que debería ser sinónimo de alivio, y en cambio me encuentra exhausto, solo, y con el bolsillo agujereado por una factura de taller que aún no me han dado, pero ya me ha roto el alma.
Total, que no he ido al norte, pero he hecho un viaje igual de revelador: he vuelto al mismo sitio de siempre, con menos esperanza y más ojeras. Y con la sospecha de que la vida, en lugar de un drama, es una comedia negra escrita por un guionista que está muy aburrido y tiene un humor muy particular.
Así que nada, ¡Aupa yo! Aupa los que, aún con todo, escribimos, nos reímos un poco de la mierda, y seguimos haciendo planes que el universo se encargará de dinamitar en cuanto pongamos un pie fuera de casa.
Descansar lo llaman…
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