
Hace no tanto, se levantaron voces indignadas contra la tasa turística, clamando que supondría un freno para el turismo y un agravio. Hoy, en cambio, cuando lo que se plantea es que los propios alicantinos tengan que pagar por entrar al Castillo de Santa Bárbara, el principal icono de la ciudad, ya no se hace la distinción que debería existir entre quienes vienen de fuera y quienes son de aquí, quienes sostienen con sus impuestos el mantenimiento de la ciudad y quienes simplemente la visitan.
Esto no es un caso aislado: es la consecuencia de un modelo de gestión basado en la privatización de nuestro patrimonio común. Un modelo que convierte cada espacio de uso colectivo en una oportunidad de negocio. Ya pagamos por aparcar en nuestras calles, por ocupar con una butaca o una sombrilla los mejores rincones de nuestras playas; vemos cómo suben los precios del transporte público mientras el servicio nocturno nos obliga, a partir de las once, a recurrir a taxis; hemos asumido un incremento desproporcionado de la tasa de basuras, hasta seis y siete veces más cara; y ahora, como guinda, se nos quiere cobrar también por disfrutar de lo que siempre ha sido nuestro: el Castillo de Santa Bárbara.
Un informe municipal, desvelado por la Cadena Ser, advierte que, si se aprueba el cobro, no se puede garantizar la gratuidad a los empadronados en Alicante, pese a la promesa política de que los vecinos nunca pagarían. Se incumpliría, dicen, el principio de igualdad. Es decir: se nos obliga a pagar lo mismo que a cualquier turista que llega a la ciudad por unos días, como si vivir aquí, contribuir cada año a las arcas municipales y mantener la vida de la ciudad no significara nada. Para más contradicción, tampoco se podrá destinar lo recaudado a la reparación ni al mantenimiento del castillo, como también se había anunciado.
El problema va más allá de una tasa. Habla de un modelo de ciudad en el que los vecinos pierden derechos, mientras se construye un decorado turístico pensado para el visitante de paso. Alicante corre el riesgo de quedarse sin identidad propia, sin idiosincrasia, convertida en un escaparate donde todo tiene precio. Un lugar donde los residentes quedan relegados a ser meros clientes cautivos: pagan para aparcar, pagan para moverse, pagan para bañarse, pagan para vivir en su propia ciudad.
Desde la oposición se denuncia la ocultación deliberada de este informe y se acusa al gobierno municipal de haber privatizado sin planificación, sin un plan director ni de emergencias para el castillo, y con un presupuesto municipal hipotecado por acuerdos partidistas que reducen inversiones en los barrios mientras se disparan las tasas.
Lo que está en juego no es solo la entrada al Castillo de Santa Bárbara. Es el derecho a disfrutar del patrimonio común sin que cada paso se convierta en un peaje. Es la diferencia entre una ciudad hecha para su gente y una ciudad vendida a intereses privados, donde lo público se gestiona con la lógica de una empresa y el turismo se convierte en la excusa perfecta para mercantilizarlo todo.
Alicante no puede permitirse ser un simple parque temático a costa de quienes la habitan. O se recupera una visión de ciudad que priorice el bien común y el acceso libre a lo que nos pertenece, o cada vez será más difícil reconocernos en nuestra propia tierra.
Hace mucho tiempo, ya a finales de los años 80′ y principios de los 90′, cuando todavía nadie clasificaba ni separaba los residuos de la basura, cuando todavía no había contenedores de colorines (para el papel, para los plásticos, para los metales, etc.), yo ya hacía todo eso y me ponía directamente en contacto con las empresas de reciclaje para entregarles esos materiales. Lo hacía por conciencia medioambiental (la de verdad y no el postureo institucional ridículo de ahora) y por convicción e iniciativa propia sin influencias ni adoctrinamientos de ningún tipo.
Pocos años más tarde, aparecieron los primeros contenedores de colorines y continué con todo aquello. A pesar de que descubrí que todo era un postureo institucional, una mentira, pues el 90% nunca se reciclaba, por civismo y por hábito, continué haciéndolo con la esperanza de que algún día el reciclaje fuera de verdad.
Después de 40 años haciendo esto (aún cuando casi nadie lo hacía en sus inicios), recibo a cambio una brutal subida de la tasa de basura municipal, con un aumento abusivo de más del 100%.
En respuesta por este MALTRATO INSTITUCIONAL, he decidido no volver a separar nunca más los materiales de la basura y verterlos todos juntos dentro de una misma bolsa, tal y como hacían mis padres y mis abuelos, sin clasificar ni separar NADA.
Después de esta brutal subida de impuestos, me niego a continuar con la costumbre de hacerles el trabajo gratis. Si pretenden cobrarme esto, que hagan ELLOS ese trabajo. A partir de ahora, teniendo en cuenta lo que me hacen pagar, volcaré la basura toda mezclada, sin separar, sin clasificar, como se hacía antes.
Y que cunda el ejemplo en señal de protesta.
Esto es exactamente lo que hice en relación a ESATUR, la «empresa» que me tocó soportar en las no-prácticas del Curso de Gestión Cultural de LABORA.
Incluso llegué a redactar un detallado informe de nueve páginas (por no querer hacerlo más extenso, pues la cosa me hubiera dado para unas veinte) que entregué al centro de formación de LABORA como trabajo de fin de curso, en el que describía con todo detalle los abusos, malos modos y arbitrariedades de los «subdelegados» encargados de coordinar las tareas de los empleados en el Castillo de Santa Bárbara.
A los recién llegados les reñían de malas maneras, irrespetuosamente, por cosas que, como recién llegados, no podían saber acerca del funcionamiento interno de la empresa, cuando hubiera bastado con decírselo de buenas maneras en lugar de reñirles por no tener el don de la adivinación. Patético funcionamiento el de unos subdelegados que debieron creerse que iban a heredar la empresa o algo así, visto su comportamiento nefasto con los recién llegados.
Con la gente joven puede que les funcionara su prepotencia, pero yo, que tengo ya 62 años y, además, he sido trabajador autónomo, no trago ya con gilipolleces, y conmigo no les funcionaron sus malos modos, porque les respondía, les confrontaba directamente y nunca me quedaba callado. Para reñirles a ellos, yo también me bastaba, y lo hago mejor que ellos.