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Millás, la idiotez y los miércoles.

1 de noviembre de 2025 por Jon López Dávila Deja un comentario

Bajo el rótulo del ciclo Con todas las letras, Juan José Millás sube al decorado con dos sillas de la sala del Palacio Provincial. Le entrevista Cristina Martínez, directora del Instituto Alicantino de Cultura Gil-Albert, para hablar de su recién publicado Ese imbécil va a escribir una novela y, en realidad, para reclamar – una vez más – el lugar desde el que piensa el mundo cotidiano: ese borde entre la imaginación y la costumbre.

La sala, ajedrezada por el dibujo del suelo, acoge a un público que viene a escuchar al novelista y articulista traducido a más de veinte idiomas. Las luces recortan franjas en las paredes; el murmullo se apaga cuando Millás abre la sesión con una pregunta que no pretende erudición, sino compañía: —¿Qué es la realidad?—

Todo el mundo calla, pero yo contesto mentalmente, anticipando la respuesta que todos parecemos compartir: —Esa parte de la vida en la que muchos idiotas nos cruzamos entre nosotros y pasan cosas —.

Entre risas hay un reconocimiento inmediato, casi cómplice. La ruptura de hielo funciona como marco: la realidad no es un dato, sino el lugar del encontronazo humano. Se percibe un afecto unidireccional, cálido, de quienes lo escuchamos cada fin de semana en A vivir o lo leemos desde hace décadas. Millás sonríe; parece sentirse seguro, y ya no necesita, apenas preguntas, para sacar a pasear su jocosa ironía…

A partir de ahí, la charla se despliega en aforismos y escenas cotidianas. Enumera a los idiotas: el tímido, el sobrepensador, el pesimista, el que cree no estar a la altura; y añade, con su habitual guasa punzante, que también hay “demasiada gente que no está a la altura de lo que escribe” —“no es mi caso”, precisa—. Lo dice sin solemnidad, casi con ternura. En la risa del público hay alivio: reconocerse idiota es, en este contexto, un acto de inteligencia de quien se apropiaría sin dudarlo la autoría del anónimo «Lazarillo de Tormes».

La conversación traza luego una línea entre la fantasía y el gesto social: la imaginación donde uno se permite “matar al jefe” y el acto siguiente, más terrenal, de tomarse un café con él. Millás insiste en esa distancia que salva la convivencia: la invención puede ser violenta; la convivencia exige banalidad y cortesía, incluso cuando describes la vida de una mosca o te haces una foto dentro de un ataud, con toda la parte viva que queda después de comerte una paella entre profesionales tanatopractores.

Mazón, fuera, está quedando en ridículo por antepenúltima vez —la anécdota atraviesa la sala como ejemplo de ridículo público—, el escritor reivindica el relato como contenedor de la pulsión, un espacio donde canalizar sin ejecutar. Un trabajo para todos aquellos que no pudieron ser poetas, por falta de talento, y que en cambio, se pueden ganar la vida como idiotas.

Así introduce el oficio: reportajes que acaban en novelas, periódicos que llaman y dejan de llamar, un mercado que “abarata el producto”. ¿Cómo se mide el éxito? ¿Quién certifica el fracaso? Millás aísla la cuestión: la valoración es un entramado social donde pesan coartadas, presunciones de culpabilidad y la soledad del que escribe. La biografía de la creación, dice, puede ser tan extraña como la de una mosca —“mutante”, para más inri—: un insecto sin interés que, cuando pierde las patas o cuando lo miras con otra atención, gana amante, supervivencia y sentido narrativo. La anécdota sirve para ilustrar la potencia transformadora de la mirada literaria. Aunque todo eso debes concluirlo tú…

Contra lo lineal y lo costumbrista, defiende el experimentalismo, al que en otro tiempo temió: narrar como forma de resistencia. Describe la imaginación como un anfibio —capaz de respirar en la realidad y en la invención— y sugiere que rodearse bien (cita a Ginés Morata, Arsuaga, del Pino, Paqui Ramos) ayuda a que la idiotez pierda peso. “Esforzándonos, la idiotez pierde sentido”, afirma. Y en su tono ya no hay admonición, sino consuelo.

Lo admite sin tristeza, como quien asume la madurez. La ironía, antaño filtro social y estético, se ha vuelto incomprendida; y él, que teme todo lo que puede matarte —pero no a la muerte—, parece haber acumulado dosis de felicidad de sobra. Busca un final apoteósico, quizá protagonizado por insectos o por esas cosas rutinarias que hacen que la vida merezca la pena.

Cierra con una imagen que mezcla ternura y humor: un “plano del más allá” para los muertos, una cartografía poética de las historias que siguen flotando. Y, como quien deja una llave bajo el felpudo, remata con un bálsamo: “Todo se arreglará.”

La sesión —anunciada como presentación de un libro y repaso de trayectoria— acaba siendo una clase breve sobre cómo mirar: menos solemnidad, más precisión. Millás demuestra que la literatura no es evasión, sino una herramienta para adjetivar de diferentes formas la torpeza humana y, quizá, reducirla. Al salir, el tablero del suelo sigue allí, blanco y negro, recordatorio visual de que cada casilla admite una elección: quedarse en la idiotez – como peón – o esforzarse por desactivarla probando moverte en «l» como el caballo en el Ajedrez.

Ese miércoles, en la sala del Palacio Provincial de Alicante, Millás ofreció modos de hacerlo. Lo difícil ahora es ponerlo en práctica fuera, sin sentirte un idiota.

Publicado en: ALICANTE CIUDAD, crónicas, LITERATURA, noticia cultural, noticias breves, REVISTA, Sin categoría Etiquetado como: Diputación




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