El Día de las Librerías no debería ser una simple fecha en el calendario: debería ser un recordatorio militante de lo que los espacios suponen para la vida cultural de las ciudades. Porque una librería no es solo un negocio que vende libros; es uno de los últimos centros de vida socio-cultural que quedan en nuestras ciudades. Un refugio frente al ruido, un punto de encuentro, un lugar donde la conversación todavía ocurre sin filtros ni algoritmos.
Hoy, más allá de los géneros literarios, las librerías son espacios que se han echado a la espalda la misión que antes ocupaban los centros culturales: en Fahrenheit 451, en Detroit llibres, en Séneca, en Raíces, en 80 Mundos… cada semana hay firmas, performances, música mezclada con poesía, cine que dialoga con palabra escrita, teatro que rompe la quietud del pasillo de novedades. Son pequeñas plazas públicas bajo techo, donde la cultura sucede porque alguien la sostiene con sus manos.
Y ese “alguien” no es un algoritmo ni una plataforma: son las libreras y libreros. Personas que ponen carácter, criterio y humanidad en un ecosistema que pretende convertir la cultura en simple contenido. Cada una con sus manías, con su forma de ser, con su gusto irreemplazable. Pero todas con algo que hoy es revolucionario: la capacidad de recomendar desde la honestidad, no desde el engagement.
En un mundo gobernado por influencers, Google y su puta madre, donde la información nos desborda y la novedad dura lo que tarda en deslizarse un dedo sobre la pantalla, las librerías siguen ofreciendo algo que ningún servidor puede replicar: vínculos reales. Entre quien escribe, quien lee y quien hace de puente entre ambos. Son espacios donde el libro no se consume: se conversa, se piensa, se discute, se comparte.
Quienes amamos leer acumulamos más libros de los que podremos terminar. Es verdad. Pero también acumulamos todo lo que una librería nos da: atención, criterio, conversación, comunidad. Y esa comunidad es cultura en estado puro.
Por eso hoy toca celebrarlas, sí, pero también defenderlas. Porque una ciudad sin librerías es una ciudad sin respiración. Y una sociedad que no proteja sus espacios culturales se queda sin memoria, sin pensamiento crítico y sin futuro.
















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