En la fachada reluciente que Alicante vende al mundo —playas saturadas, chiringuitos llenos y hoteles que presumen de sol eterno— se esconde un modelo turístico basado en exprimir a quienes sostienen el negocio: camareros, kelys y cocineros que trabajan jornadas interminables por salarios que apenas superan el mínimo legal, bajo convenios desfasados que parecen sacados de otra época.
La hostelería, pese a ser uno de los sectores que más riqueza genera en la provincia, sigue encabezando la lista de empleos peor pagados de España. Aquí, la precariedad es la norma: contratos temporales, horas extras sin pagar, descansos inexistentes y un clima laboral donde la presión y el miedo pesan más que cualquier derecho reconocido. El miedo, precisamente, es la mejor herramienta para frenar huelgas y sindicalización; y con tan poca organización, los abusos se perpetúan temporada tras temporada.
Mientras tanto, las promesas políticas sobre mejorar el salario mínimo o reducir las horas de trabajo se eternizan en el Congreso, y cuando por fin se aprueban, la realidad ya las ha dejado obsoletas. Entre la ignorancia fomentada, la desinformación y la desesperación de quien vive al día, no sorprende que parte de esta mano de obra termine viendo en discursos populistas como los de Vox una supuesta salida. Un cóctel perfecto para que nada cambie: turistas felices, empresarios satisfechos y trabajadores agotados, invisibles tras el decorado del “éxito” turístico alicantino.
















Deja una respuesta