
Hay estrenos que merecen la pena. No fui a la inauguración del Muelle Live cuando trajeron a Plácido Domingo, tampoco me verán bailando reguetón ahí, pero la noche del 24 de agosto tenía cita marcada: James, esos mancunianos que forman parte de mi vida desde hace décadas. Y no es exageración. Ahora que medio mundo revisa con nostalgia los himnos de Oasis, yo sigo recordando el vacío que dejó James cuando decidieron retirarse entre 2001 y 2007. Para mí están a la altura de los Gallagher, o del gilipollas adorable de Morrissey —al que también quiero, aunque me haga renegar de él a ratos—. La diferencia es que James nunca han sonado rancios: llevan casi 50 años sobreviviendo al calendario, a las modas, y lo hacen con dignidad. Han envejecido bien, y eso no se puede decir de todos.
No todos los días pisa Alicante una banda de este calibre. Mucho menos con un directo tan honesto, sin parafernalia vacía. El Muelle Live, recién nacido frente al Mediterráneo, estrenaba músculo con su primer gran concierto internacional y lo hizo a lo grande: música real, emociones sin concesiones. Más de 3.000 personas, pocas para lo que son, llenamos la explanada del Muelle 12, con esa expectación de quien sabe que va a vivir algo único: la primera vez que James tocaba aquí.
La conexión fue inmediata. Bastó el segundo tema, Getting Away With It (All Messed Up), para que la explanada se viniera abajo. El público ya estaba rendido desde el principio, y a partir de ahí la noche fue un vaivén de himnos y sorpresas. El repertorio combinó clásicos con cortes más recientes, pensado para los fieles de siempre y para los que se han ido sumando con los años.
Hubo paradas obligatorias en la montaña rusa: Tomorrow, Curse Curse, Say Something, She’s a Star, Sometimes y, por supuesto, Sit Down. Cada una recibida como lo que es: parte de la banda sonora de varias generaciones. Alicante no era una parada más: era el cierre del tramo español de la gira y se notaba en la entrega, en la energía compartida. El sonido, impecable: limpio, envolvente, fiel al espíritu de cada tema.
Lo mejor, sin embargo, fue la sensación de grupo. No hay egos desbordados en James, sino una complicidad madura, de músicos que se respetan y que saben que el todo es más que la suma de las partes. Y al frente, Tim Booth, ese frontman magnético que canta con el cuerpo entero, que transmite con la mirada y que rompe barreras con un gesto sencillo.
El clímax llegó con Sit Down, coreada a pulmón abierto como un himno generacional, y el cierre apoteósico con Laid, cuando Tim invitó a decenas de personas a subir al escenario. Fue el momento de comunión total: banda y público fundidos en la misma celebración. Una manera hermosa de recordarnos que la música, la verdadera música, no se construye desde arriba, sino entre todos.
Salí de allí, o nos echaron, más bien, con la sensación de haber estado en un reencuentro, más que en un concierto. Y con la certeza de que, pase el tiempo que pase, James seguirá siendo ese refugio sonoro al que siempre puedo volver.
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