
Hay días que parecen escritos con tizas de colores sobre la piel. Este jueves fue uno de ellos…
Amanecí siendo el primer bañista en la playa del Carabassí. A esa hora, el mar no juzga, solo te recibe entre estelas de aviones que acaban de despegar, faros que ya no tienen luz y casas que no deberían estar ahí. Después, dos horas de café con un director de orquesta: una conversación pausada y algo sinérgica, como si el tiempo también se hubiera sentado a la mesa. Más tarde, un granizado bajo un cielo cubierto, un paseo en bici, una Alhambra verde en una plaza cercana a la Casa del Mediterráneo, mientras la lluvia empezaba a caer —sin avisar, sin permiso, pero bienvenida— como incitándote a correr en un día en el que el estrés no tiene cabida.
El amor lo es todo en si mismo, y a la vez no es nada. Siempre presente y amenazante, como la espera en una de las banquetas de «La Terracita» viendo pasar a lo más granado del mundo cultural, en general, y escénico en particular, de la provincia de Alicante (y parte del «extranjero»).
A pesar del documental de Yerai Cortés, aquí no tenemos el Sacromonte. El flamenco es una excepción. Y el bueno, está reservado para los que lo buscan fervientemente, en rincones en los que las entradas se pagan con reciprocidad derivada de la admiración y la amistad. Fresca! osa, escapa, de fundamentalismos estériles y se permite el lujo de abrir un escenario con fondo rojo a Manuel Liñán. Y yo tengo la puta suerte de, yendo solo, sentarme al lado de una pianista, que sin ella saberlo, trae a mi cabeza viajes con música de Felipe Campuzano, y juegos inconscientes con el Cabrero, o Camarón de fondo.
El flamenco, el baile y la vida, son una especie de reto para esa coexistencia de tus sentidos que hace que la gallina que en otras épocas del año se acuesta a las nueve, estire su horario, y se apalanque en esa parte granuda no siempre palpable de tu piel. Lo malo de haber visto muchas cosas, es que cada vez cuesta más que se te ericen los pelos. Pero cuando sucede, cuando algo atraviesa la costra del hábito y te pellizca, el valor de esa emoción se multiplica. Porque sabes que no es fácil. Porque entiendes que no es frecuente. Y justamente por eso, tiene un sentido diferente.
Diría que más de la mitad del espectáculo, he tenido la piel fuera de sitio. Como rebotando todas esas cosas que no percibes a lo largo de un día de cosas diferentes, mezclado con tu talón, siguiendo el ritmo de las botas negras, las palmas, la velocidad y el sudor mezclados en una fusión perfecta entre el ritmo, el violín, la guitarra y las voces. En el aire, hoy menos abrasador que en días anteriores: una pulsión que va más allá del flamenco: es carne, es grito, es memoria y es deseo.
Yo, cuando veo esta puta maravilla, dejo de sentirme como un islandés tratando de comunicarse con gente que no le entiende. Porque aunque no sepa hacer todo lo que esta buena gente hace sobre el escenario, hablo con la sensibilidad. Esa que el resto, muchas veces, solo cree tenerla. O solo le sale cuando se mete un chute de algo, que no fabrica de forma natural.
¡Joder! esto trata de sentir. De abrir los ojos, no para que se te vea de qué color son, sino para que se huela la emoción en esa gota viajera, y viscosa, que hoy no te sale de los cojones secarte. Porque todo encaja: el mar, la lluvia, el café, la tormenta y el ritmo embaucador que insiste en atraparte. Un espectáculo que, por un momento, me ha hecho sentir como si todo eso me pasara por primera vez.
Muchas veces, me pregunto para qué vivo. O qué hace que sigamos aquí, viendo pasar mierdas, sufriendo precariedades, o tragándonos mediocridades absurdas. Resulta que hay que sentirse muerta de amor, para tras el aplauso y el prendido de luces, ver la vida tal como es, cruda, zapateada, sincronizada y palpable. No con el pie, ni con el dedo, sino con el alma, ese que sólo existe, cuando algo bueno te roza, lo aprecias… y te emociona.
Creo que todo el que me ha rodeado hoy lo ha notado. Y supongo, también, que todo el que ha visto esta maravilla, lo ha sentido como propio, y a la vez, intransferible. Al menos, ahora sé por qué ese coro envuelto en la voz de Mara Rey, se traduce en que en la ficha técnica todos los artistas son tratados de don. Por respeto, y por el que gastan, para que todo lo que representan sobre ese fondo rojo, pueda ser real.
Al salir, habían asfaltado la carretera que cruza por delante de Casa Mediterráneo. Al fondo una tormenta, y el olor a petricor entonado con las gotas, guía las maletas de los artistas saliendo por la puerta. No puedo estar muerta, porque noto las gotas cayendo, las luces de los coches, mi mente ebullendo, mi cuerpo flotando y mis tacones aprendiendo a andar acompasadamente y haciendo ruido.
Esta vez, ni el telón, ni la gitana fuxia, ni el aplauso, ni el «curtain call» serán el final. De hecho, no hay muerte, ni por amor, ni por punto final, ni por nota que cierra la melodía, ni último zapateo, ni hostias. Porque tengo la certeza que como yo, hoy hay cientos de locos, y locas, versionando a Fred Aester bajo la lluvia. Algunos, ni siquiera han estado viendo este lujo impagable. Pero justamente ese, es el éxito de Fresca!: que el verano en Alicante, no sea más que una escena esperando que tú la guionices, la bailes, o te la bebas.
Al fondo: tormenta. Y a tu izquierda, la certeza de que el amor, ni siquiera hoy, y así, puede morirse.
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