
El pasado martes, en Nueva York, falleció a los 85 años Edmund White, el último de una estirpe de grandes escritores norteamericanos que, durante dos siglos, sirvieron de puente cultural entre Estados Unidos y Europa. Con su partida, se cierra un capítulo brillante de la literatura que ya parece sin sucesores. Como Henry James o su mentora, amiga y antagonista Susan Sontag, White fue un incansable polinizador entre ambos continentes, un intérprete lúcido de sensibilidades cruzadas.
Residió quince años en Francia, cultivando una vida tan erudita como hedonista. Fue un escritor vocacional, insaciablemente curioso, pero también un hombre mundano, igualmente cómodo en los palazzi venecianos, los clubes de cruising neoyorquinos o los châteaux del sur de Francia. En sus idas y venidas transatlánticas, trajo a Europa los nuevos modos de escribir y de vivir que definieron el Nueva York de los años ochenta: la ciudad como símbolo de modernidad y de libertad sexual, la noción de autoficción —un término que él mismo acuñó— y la literatura gay como categoría legítima y necesaria, que defendió sin tregua, tanto durante la devastadora crisis del sida como en épocas más complacientes, cuando muchos preferían esquivar etiquetas.
Del mismo modo, devolvió a su país las voces de creadores europeos —escritores, cineastas, músicos, artistas— que aún eran desconocidos al otro lado del Atlántico. Todo esto en una era en la que ser “cosmopolita” no era un reproche, y Estados Unidos todavía se miraba en el espejo del mundo sin temor ni condescendencia. Con Edmund White, se va algo más que un escritor: se extingue una manera de habitar la literatura y el planeta.
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