
Los miércoles suelen ser días ingratos. El mío, al menos, no venía con buenas credenciales: de esos en los que el cansancio se acumula en los hombros, el reloj se empeña en girar demasiado despacio y uno siente que nada termina de encajar del todo. La mejor medicina para la rutina, y la tristeza, es no quedarse quieto. Y la inercia de mi movimiento, no sé bien por qué, siempre acaba con mi culo en una butaca.
Puede ser azar —o quizá el destino, palabra clave de la noche— el caso es que acabé haciendo terapia de escucha en el Teatro Principal de Alicante, con Rafael Álvarez, “El Brujo”, admirando su despliegue de arte en el marco del Festival FITCA, que cumple 9 años. Bastó apagar el móvil, sentarme en la butaca azul y, con los ojos de la rutina en la mano… convertirme en perra como Hécuba, mientras todo lo demás se disolvía lentamente.
Lo que ocurre en escena con Iconos o la exploración del destino no es sencillo de explicar, aunque la fórmula sea clara: un actor solo, un escenario desnudo, y el público dispuesto a dejarse llevar. La magia radica en lo que sucede entre esas tres piezas: El Brujo toma la solemnidad de los grandes clásicos y la somete a un centrifugado de humor, filosofía y memoria personal. En apenas dos horas, atraviesa como un relámpago por Medea, Edipo, Antígona y Hécuba —iconos trágicos que han desfilado en las nueve ediciones del FITCA— para reconstruirlos desde el prisma menos esperado: la risa.
Y vaya si se ríe. No es la risa fácil de la ocurrencia rápida y el chiste malo – que también – ni la risa cómplice de quien busca agradar; es una risa que abre puertas, que desarma la gravedad de la tragedia para que podamos mirarla sin miedo. De repente, los mitos griegos conviven con anécdotas autobiográficas, la mitología hindú se mezcla con un chiste sobre derechos de autor en Romeo y Julieta, y la solemnidad de Crísipo o Yocasta se quiebra ante la confesión desvergonzada de nuestra propia torpeza como seres humanos.
Hay parodia, claro, y una ironía afilada que se desliza como un cuchillo untando mantequilla (que diría Toshack). Pero también hay ternura y una mirada filosófica que nunca abandona el escenario. En esa mezcla imposible —entre lo sagrado y lo cotidiano, entre el mito y el chascarrillo— está la marca inconfundible de El Brujo. Con libertad absoluta, va y viene, se detiene a reflexionar, juega con las palabras como un niño que desmonta un reloj para ver qué hay dentro. Y nosotros, los espectadores, no solo reímos: pensamos, nos sorprendemos, recordamos y, lo más importante, procesamos – que para eso se apaga el móvil antes de entrar.
Salí del teatro con nombres resonando en la cabeza: Crísipo, Layo, Yocasta, Electra, Circe… No porque hubiera recibido una lección académica, digna de un catedrático de griego sin escrúpulos, sino porque la risa los había dejado grabados en mí, como si se hubieran vuelto parte de mi propio destino. Y también me llevé una certeza sencilla: lo tontos que podemos llegar a ser los hombres, lo serio que nos tomamos lo que debería ser ligero, lo ligero que tratamos lo verdaderamente serio y lo simple que lo representa el hombre que se asusta ante la posibilidad de ser cercenado por un cenicero ceceado, que no seseado en modo cordobés.
Supongo, entonces, que la gran victoria de Iconos o la exploración del destino es recordarnos que, incluso en los pliegues de la tragedia, cabe la carcajada. Que reír no es una evasión, sino otra forma de comprender. Y que, aunque el miércoles no haya sido el mejor día de mi vida, bastan dos horas con El Brujo para reconciliarse con él.
Pd: Lo que ocurre en los minutos finales de la obra no se puede contar aquí. Son reflexiones que exigen presencia, escucha, silencio. Solo diré que uno sale del teatro con la sensación de que la risa, bien entendida, es quizá la forma más seria —y más humana— de explorar el destino. Y que para todo lo demás, a veces, es mejor callarse.
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