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El eco de un martes insondable con Picastro y los primos.

11 de noviembre de 2025 por Jon López Dávila Deja un comentario

Crónica de un martes con Picastro

(no apto para ignorantes del doble sentido ni no practicantes del relato literaturizado en negro…)

Detesto los martes. Tienen la textura áspera de los días sin propósito, el color gastado de las emociones que ya no saben fingir entusiasmo porque el fin de semana queda lejos. Quizá por eso, siempre intento hacer algo que rompa las esposas invisibles del hábito en el que hoy tengo un sello rojo: me pierdo en una exposición desierta, recojo un libro que no puedo regalar a su beneficiaria, dejo que el mar me ignore o busco una chispa de vida entre quienes, como yo, aún creen que la música puede redimirnos.

Esta noche tocaba Picastro, en El Impulso, en formato dúo. Con un Casio tembloroso que sostenía una voz que parecía venir de muy lejos, como si hubiera atravesado la piel del tiempo y un gran océano para llegar hasta nosotros, o egoístamente, hasta mis putos oídos. Ese sonido —tan sencillo, tan imperfecto— se avinaba con mi estado de ánimo de una manera cruelmente precisa. Había en él una tristeza refinada, una elegancia en la desolación que me hizo pensar que quizá la belleza hace más daño de lo que en su reflejo se intuye. Obviamente, sigue siendo martes.

Un poco antes, Noe y Héctor, un dúo —también— de primos, se habían permitido el lujo de versionar a Massiel entre canciones sobre puertas y verdades costumbristas —como la vida—. Lo hicieron con una honestidad desarmante: sin pretensiones, sin más adorno que la complicidad de quien canta porque necesita respirar o desfogarse sentándose, cuando todos sabemos que no solo el culo de Bardisa necesita liberarse, moverse, hacer coros… y más.

La verdad, he intentado escribir una crónica durante… pero he renunciado. Supongo que no me apetecía regalarle mi melancolía a cualquiera. Y si soy sincero, creo que ese es un sentimiento compartido entre casi todos, y todas, las presentes. Hay textos que solo deben escribirse cuando uno, o una, está dispuesto/a a perder algo a cambio: el pudor, la esperanza o el miedo. Y hoy no quiero perder nada. Porque quizá tengo la sensación de que, por hoy, ya he perdido demasiadas cosas.

Tantas que mi recuerdo quiere viajar y alejarse… y me lleva a un pasado lejano —adolescente, torpe, furioso—, cuando escribía obscenidades que confundía con arte —como esta—. Entonces, influenciado por la negatividad imperante —y aunque ahora muchos lo nieguen—, nos fascinaba la parte violenta ante la que nos podíamos rebelar. En parte, porque aún no conocía la sutileza de la desesperación. Hasta el punto de que, si entonces hubiera tenido una pistola, quizá habría cometido una estupidez irreversible. Por suerte no vivía en el Seattle de Cobain, ni en la parte nevada de Canadá que intuyo en la música que suena de fondo. Pero, justamente, la aparición de la inquietud que me genera la música —todavía hoy— lo cambió todo, como esa droga legal del alma que me hace sobrevivir, irónicamente, gracias a su veneno.

La música me salva con una delicadeza indecente. Hace que el dolor suene hermoso, que la mediocridad se vuelva soportable, que el silencio parezca una pausa y no una condena. Lo que para otros es ruido, para mí es consuelo. Lo que para otros es placer, para mí es redención.

Supongo que por eso hay tan pocas cosas que estén a la altura de un acorde perfecto perdido en un rasgado de violín: porque nada puede compararse con la sensación de ser, por un instante, todo lo que uno no será jamás. Y más si es martes, y en la sala encuentras todo eso que tu cuerpo demanda y se disuelve en el justo momento en que suena el aplauso final.

La amistad —cuando no se disfraza de afecto vulgar— es una complicidad callada entre quienes saben que no hay salvación, pero aun así se ofrecen una caña más. El resto es ruido, y yo ya tengo suficiente música dentro como para necesitar más interferencias fuera.

El concierto ha terminado. Vuelvo a casa hablando con mi mejor amigo. El Casio y el violín reposan en sus estuches. El martes sigue ahí, paciente, con su mueca burocrática. Pero durante un instante —solo un instante— he creído que el mundo era soportable. Como aquellos adictos a la heroína que despertaban entre potas, agradeciendo que, tras un momento épico, aún hubiera una esperanza perenne a la que agarrarse en la oscuridad.

Y quizá, en el fondo, eso sea todo lo que uno puede pedirle a la belleza: que nos engañe con elegancia… hasta soportar estoicamente el resto de las cosas. O quizá, simplemente, el impulso y la realidad insondable, el estenué de la media maratón – que te deja sin hamburguesa- o la borrachera del silencio en la digestión de tres cervezas dibujen, mágicamente, en tu escena final la realidad de lo que eres: con tu reminiscencia grunge, la parte canadiense, las puertas de los primos, lo que desconoces, lo que te ignora y la razón por la que volverías a pasar un martes en las mismas condiciones, con la condición única de que, incluso con los mismos mimbres, la historia pudiera ser diferente.

(Continuará, porque sigo sin tener pistola —gracias a Massiel, digo, a Dios(a)—)

Seguramente el martes viendo a Santi Campos

Publicado en: ALICANTE CIUDAD, conciertos top, crónicas, MÚSICA, noticia cultural, noticias breves, REVISTA




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