
Resulta que no soy el único que cree normal escribir 3.000 páginas para un libro. Perruca también lo hace. Y no solo lo cree normal: lo celebra. Lo defiende. Lo presenta con una sonrisa tímida y un sombrero bien calado en Pynchon. Ese lugar donde los libros y quienes los escriben, y los leen, se sienten como en casa. Justo donde el pasado jueves tuvimos la suerte de respirar un pedazo de historia de nuestra música, escrita a mano y a fuego lento durante (sin)casi 25 años.
Andrés Pérez Perruca es un tipo peculiar. Hubo un tiempo en que lo suyo era la batería —con El Niño Gusano, con Tachenko, con Bigott, con Cangrejus—, pero ahora el ritmo se lo marca la memoria. La suya y la de todos los que formaron parte de esa época rara, brillante y deslavazada del indie de finales de los 90. Vida de un pollo blanquecino de piel fina (Jekyll & Jill) es un artefacto emocional que no solo reconstruye los días del Niño Gusano, sino que cartografía bares, personas, anécdotas y canciones con una precisión casi obsesiva. Cada canción —67 en total— es un capítulo. Y cada capítulo, una rendija por donde asomarse a lo que fuimos.
Hay dos maneras de leer este libro: a pelo, como quien se lanza sin red a descubrir un universo del que quizá no ha oído hablar; o contextualizado, como lo hago yo, que llego tarde a todo pero con hambre. Aún no lo he leído —lo haré pronto, sin prisas, sin deadlines que me agobien—, pero gracias a la presentación, a la charla distendida en La Taberna Sonora y a los tragos compartidos después en el Jendrix, ya empiezo a intuir por dónde va la cosa. Porque a veces la admiración necesita estar cerca para «reformularse». Conocer a la persona. Escucharle decir que su hijo ha hecho los deberes mientras te cuenta que escribir es más fácil que tocar la batería, porque se hace solo, en silencio. Con la distancia justa y sin pretensiones.
Perruca no romantiza. Él observa el tiempo con esa perspectiva que solo da haberlo vivido sin buscar épicas. Lo suyo no es nostalgia, es memoria lúcida. Y por eso la presentación fue algo más que una charla: fue una radiografía de época.
Pynchon se llenó de bateristas, gusanos, amantes de la música con canas que, aunque pocos, degustaron con más placer las anécdotas, los guiños a gente que ya no está, los recuerdos del festival Serie B (como el de Pradejón cuando traer a Mudhoney o a Mark Lanegan aún parecía una locura hermosa).
Se habló del San Pedro, de Pedro Vizcaíno, de las letras de entonces —más directas, más extrañas, más libres—. De Sexy Sadie, de Standstill, de Family, de los palos del flamenco… De cuando cantar en inglés molaba más. De cuando nadie pensaba en algoritmos, pero sí en las locuras de Álgora.
Víctor, Paco Loco, los ecos de Zaragoza y Madrid, los bares, los discos, las resacas. Todo eso cabe en un libro de 800 páginas con la faja más grande que se haya visto. Y todo eso cabía también el otro día en una librería de Alicante. No sé si la piel del pollo era fina, pero sí era honesta. Y no hay mejor forma de cerrar un círculo, que volver a ser gusano para valorar las alas que tenemos ahora.
*Este jueves, parte dos de la parte literaria de Spring City, con Morrisey a través de los ojos, y las letras de Carlos Pérez de Ziriza.
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