
Ser periodista es una putada. Lo digo sin dramatismo: es vivir entre la precariedad y la incertidumbre, sosteniendo el mundo con un bolígrafo que amenaza con quedarse sin tinta justo cuando más lo necesitas. Pero hay días —pocos, luminosos— en los que esta profesión te concede un privilegio que lo compensa todo. Por ejemplo, formar parte del primer grupo que ve una exposición como la nueva muestra de Juana Francés en el MACA.
- La construcción de una artista Moderna (1945-1956). Hasta el 25 de enero en el MACA. MÁS INFO.
Aún huele a recién montada. A pintura, a historia removida, a memoria familiar y política que se airea con cuidado. Natalia Molinos, la comisaria; Rosa Castell, la directora del museo; y las dos sobrinas de la artista observan con el orgullo sereno de quien por fin recompone un puzle que llevaba décadas incompleto. Esta exposición cierra, además, la terna de homenajes a la artista alicantina en el Museo de Arte Contemporáneo.
El recorrido se abre con El silencio, un cuadro que impone respeto. Desde ahí, el itinerario traza los primeros pasos de Juana Francés: de su salida del conservatorio a su decisión de convertir la pintura en su idioma natural.
Y qué idioma…
Su biografía está atravesada por viajes, por formación en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando, por bienales en Venecia, La Habana, Alejandría, São Paulo… y por el reconocimiento internacional que contrasta con el olvido doméstico de una España que no sabía qué hacer con una mujer que no bordaba, sino que pintaba. Porque Juana Francés combatió el hambre imperante con símbolos, y su obra es el mapa emocional de una carencia colectiva: hambre sí, pero de libertad, de espacio, de voz.
En sus bodegones e interiores ahogados hay algo más que técnica. Hay una lectura política. Esos objetos inmóviles —el pan, la botella, los limones— son metáforas del confinamiento femenino, del silencio impuesto, del peso de lo cotidiano. Cada pincelada respira una rebelión contenida: el intento de ventilar una casa con las ventanas selladas. En su caso, intuyo que pintar fue una forma de gritar.
Su feminismo no necesitó manifiestos. Era vital, instintivo, una estrategia de supervivencia. Está en la manera en que transforma el encierro en lenguaje plástico, en cómo convierte la angustia en geometría, el deseo en color. Juana Francés no sólo pintó cuadros: narró frustraciones colectivas, las de una generación de mujeres inteligentes y modernas a las que el franquismo quiso reducir al silencio.
El fracaso de aquel régimen se intuye en los fragmentos de su diario, en las fotografías donde aparece firme, elegante, con la determinación de quien sabe que pertenece a un país que aún no la comprende. De alguna manera, representaba a esa España que empezaba a resquebrajarse, que olía a rancio, donde algunas mujeres aprendieron a hablar sin palabras, a decirse a través del arte.
Pablo Serrano, su compañero escultor, también aparece en la historia, pero aquí queda en la sombra, para variar. Por una vez, la narrativa se inclina hacia ella: hacia su mirada, su inteligencia, su resistencia. Porque el arte de Juana Francés no necesita pie de foto masculino. Se sostiene solo.
Esta exposición tiene algo de exorcismo: abre una ventana que llevaba demasiado tiempo cerrada. Detrás de esa rendija aparece la artista, pero también la mujer que sobrevivió a su tiempo sin ceder. En ese gesto hay una lección de rebeldía, de persistencia de cambio constante: creando incluso cuando nadie escuchaba, pintando aun sabiendo que la comprensión llegaría tarde… y llegó.
Juana Francés viajó para no estancarse, se reinventó sin cesar, abrazó la abstracción cuando el país aún exigía vírgenes y paisajes, y denunció con símbolos lo que no podía pronunciar en voz alta. Hoy, más de medio siglo después, su voz resuena en los muros blancos del MACA con 52 obras, 20 de ellas inéditas.
Salir del museo deja un nudo en la garganta. Admiras su lucidez, su fuerza, pero también sientes rabia por el silencio que la envolvió. Porque Juana Francés no pintaba bodegones: pintaba jaulas, hambres, cicatrices. Pintaba el peso de ser mujer cuando el mundo te negaba la palabra.
Por eso esta muestra no es sólo una cita con el arte. Es un acto político, un gesto de reparación. Una oportunidad de mirar de frente a una creadora que no quiso ser musa.
Y sí, ser periodista es una putada. Pero días como hoy, cuando puedes escribir que Juana Francés sigue hablándonos desde el silencio, compensan todo. Porque ella pintó para que, algún día, alguien la entendiera. Y ese día, por fin, ha llegado.
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