
El tiempo me ha enseñado que la comunicación es, en el fondo, la capacidad de describir muchas cosas con las pocas palabras que caben en un zurrón. Un saco pequeño que llevamos en la cabeza, lleno de definiciones prestadas, de significados heredados, de términos que no siempre nos representan. Quizás por eso me reconocí tanto en lo que El Niño de Elche fue desplegando en la grabación en directo de Simpatía por la industria musical, el podcast de Carlos Galán (el jefazo de Subterfuge), en la Casa Bardín.
No hablaba de flamenco como género, ni de música como oficio, sino de todo lo que rodea al hecho de existir en la cultura. Esa duda constante sobre qué significa educarse, qué es realmente aprender. Lo que uno recibe en la escuela y lo que luego, a contracorriente, decide buscar. “Más que purismo encontré transgresión”, dijo de su viaje iniciático a Sevilla. Y de algún modo me pareció que hablaba de todos nosotros: de quienes buscamos en los márgenes, en lo que queda fuera del programa, una forma de respiración más propia y menos definible.
Me atrapó la manera en que iba enlazando a Kandinsky con Tomás de Aquino, a Raúl Refree, Ramón Andrés o San Agustín, como si fueran cómplices en una conversación que desbordaba etiquetas. Conocer todos los términos, todos los cajones de su propio archivo, para después negarse a utilizarlos. Esa es la paradoja: necesitamos un mapa, pero solo para saber dónde está el desvío.
En el aire quedó flotando algo todavía más punzante: la precariedad. Esa losa invisible que condiciona cada gesto en la cultura. Pensé en mí mismo, en los artistas y freelance que conozco. ¿Qué pasaría si tuviéramos la hipoteca pagada? ¿Serían nuestras obras, nuestras vidas, diferentes? Probablemente sí. Pero también me pregunté si perderíamos esa intuición feroz, esa imaginación que solo despierta cuando todo se tambalea.
No fue al final, pero una de las cosas que más me conmovió fue su idea de perder el nombre. Asumir que lo que ha sido ya no es, o no tiene porqué ser igual. Los huevos, de no usar el archivo personal como mercancía, sino como brújula. Reconocer lo vivido para saber dónde comienza el siguiente cambio. Y en ese gesto, encontré un espejo: la posibilidad de inventarse cada mañana. Que, al final, es lo que hacemos todos, cuando encaramos un día y el único recurso que tenemos no está ni en el bolsillo, ni en una cámara, ni en un artificio social. Sino en la esencia que cada uno retiene, y la forma en la que la combinamos con el resto de cosas que tenemos delante.
Me quedé con una certeza que es más bien un deseo: que fuéramos capaces de eliminar etiquetas y presentarnos al mundo desde lo que somos en ese preciso instante, sin biografías ni etiquetas fijas. Esa sería, quizás, la performance más radical y verdadera. Quizá nadie compraría una entrada para verla, pero no siempre eso es lo más importante, supongo. Aunque irónicamente, el fondo de la charla, sea la industria musical…
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