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Los Planetas y el surrealismo de una penúltima noche de verano

14 de septiembre de 2025 por Jon López Dávila Deja un comentario

La esencia de algo bueno se degusta en el hecho de no compartirlo. Esa comunión irrepetible entre 6 o 7.000 personas que deciden pasar una noche de viernes con Los Planetas, solos, sin compartir cartel, sin horarios comprimidos ni el vértigo de los festivales. Es un acto exclusivo de resistencia en sí mismo: un setlist largo, denso, que pide calma, porque su música necesita ocupar todo el espacio, no ser medida en minutos.

En Área 12 apareció “J” con los cascos puestos, como si aún ensayara en la habitación de su adolescencia. Y con él, cada espectador construyó su propia película: para algunos fue la primera vez, la revelación de caer bajo un influjo del que ya no se escapa; para otros, fue reencontrarse con un mito personal que los ha acompañado durante décadas. Cada cual con su visión, con su forma particular de habitar el universo Planetas.

Y esta vez hubo un regreso esperado: Eric volvió a la batería tras un tiempo desconectado. Su pulso se notaba en cada golpe, sosteniendo un muro de sonido que se erigió desde la primera nota de «segundo Premio». Una densidad que los jóvenes educados en la limpieza digital y el algoritmo difícilmente entenderán. Pero ahí estaba: distorsión pura, ese idioma que en otro tiempo enterró a Woodstock y construyó un universo propio, coloreado con tripis y vinilos rayados, mientras en el ahora, el subidón lo encargaban bailes locos con «Qué puedo hacer», «David y Claudia», «Espíritu olímpico», Corrientes circulares en el tiempo o, mi favorita: «Santos que yo te pinte» nos hacían viajar por momentos muy concretos de nuestra vida (también irrepetibles y sin nexos comunes con nadie).

El repertorio siguió con un viaje por esa Andalucía inventada que Los Planetas llevan décadas dibujando: psicodelia, flamenco eléctrico, electrónica cósmica. Un territorio inexplorado donde cualquier canción puede sonar como aquella pista recomendada en Rockdeluxe en los noventa, cuando las migraciones eran en el motor de un autobús y los discos se grababan en «super 8».

En mitad del concierto, el fondo del escenario mostró un limón en el cielo, como un guiño surreal que lo decía todo: Los Planetas nunca necesitaron lógica, pero en esa distancia antimainstream que gastan, son capaces de regalarte la luna en cada concierto. Algo que se agradece en esa época en que algunos creen que el satélite de la tierra es un holograma y otros se operan con 20 años para ser aceptados por el sistema, ellos siguen ofreciendo otra salida: perderse en un ruido infinito, tan frágil como brutal. Coregrafiable por chicas dinamita, apto para drogarse (cada uno a su forma) o como inicio de conversación con conocidos y desconocidas.

Cuando ya parecía que todo había terminado, “J” encendió un cigarrillo en las dos últimas canciones, fumando sobre el escenario como si nada. En pleno debate de la nueva ley que endurece la prohibición del tabaco, esa imagen se convirtió en un acto mínimo pero cargado de sentido: una crítica silenciosa, un gesto punk disfrazado de costumbre. Como cambiar las cuerdas antes de cada concierto para que la rabia no haga saltar los acordes, como seguir defendiendo la distorsión como un derecho de vida.

Sublevarse es así de fácil. Y hay que celebrarlo, siempre. Sea por lo imposible, por los reencuentros, por lo que al final de la noche dicen las cartas del Tarot, o porque mientras suena «cumpleaños total» alguien me escribe diciendo que ha muerto Joan Loner.

Siempre hay un punto intermedio entre «un buen día» y una «pesadilla en el parque de atracciones». Fue una penúltima cita del intenso y variado programa de Área 12. El final del verano, que, sin embargo, nada cierra. Porque entre el humo del cigarro, la bajada con dos nuevas amigas de la Vega baja, las conversaciones del Jendrix, el paseo a las 6 de la mañana y la digestión de 20 temazos, Los Planetas dejaron todo abierto, como sus canciones: inacabadas, infinitas, vibrando más allá del escenario. Porque al final, el ruido —y la vida— no terminan nunca de apagarse.

Publicado en: ALICANTE CIUDAD, crónicas, MÚSICA, noticia cultural, noticias breves, REVISTA Etiquetado como: Baltimore




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