
Yo no soy supersticioso. Pero cada martes y 13 me levanto con una mezcla de burla y curiosidad científica. Como quien va a un zoo donde en lugar de monos hay humanos esquivando escaleras, evitando gatos negros y rezándole a San Amuleto de Todos los Talismanes.
Me despierto ese día, miro el calendario y me digo: “¡Hoy toca reírse de los imitadores de Jack Nicholson en «Mejor imposible!”. Porque la clave de este día, según los supersticiosos, es evitar todo lo que huela a conjuro, a meiga, o a mala sombra. Y quizá, el verdadero antídoto sea no creer en nada.
Y ahí salgo yo, con el pie derecho —porque el izquierdo lo uso para patear mitos—, vestido de amarillo mostaza y me planto debajo de un andamio como quien se mete en una cueva a gritarle al eco: «¡No pasa nada! ¡No pasa nada!»
Una señora me mira horrorizada. Lleva un ojo de tigre colgado al cuello, una pulserita de ajo seco (¿será por los vampiros?) y esquiva una alcantarilla como si ahí viviera la prima gallega de Pennywise. Yo le sonrío y le digo: “Tranquila, señora. Si la suerte existe, seguro que no está revisando quién pasó por dónde”. Ella acelera el paso. No sea que mi escepticismo sea contagioso.
Pero, claro, luego pienso… ¿y si tienen razón? ¿Y si el universo sí se toma la molestia de sincronizar desgracias con el calendario? Porque, si te paras a pensarlo, qué putada que la mala suerte caiga en martes y no en domingo. El domingo uno está tirado en el sofá, sin voluntad ni dignidad, con resaca emocional y física; si algo malo pasa, es por culpa del sofá o del programador de televisión, no de Marte. Pero un martes, con todo el ímpetu laboral y esa sensación de «aún falta demasiado para el viernes», te cae una desgracia y te entra la sospecha: “¿Será el 13? ¿Será el martes? ¿O será que no me lavé los calzoncillos de la suerte?”
Luis Aragonés, que tenía más frases que un horóscopo dominical, decía aquello de: “Yo no creo en la suerte, sólo en la buena y en la mala”. Lo cual es como decir que uno no cree en los fantasmas, pero no hace la güija por si acaso.
Así que, aunque yo no sea supersticioso, por si las moscas, me guardo mis propios rituales. No para espantar la mala suerte, sino para atraer la risa: un chiste a media mañana, un café con alguien con alma de gato negro (de esos que traen todo menos mala suerte), y una canción ridícula a todo volumen.
Porque si hay que tenerle miedo a algo, es mejor tomárselo con sentido del humor. Y si un día me caigo por una escalera por haber pasado por debajo, me reiré en el camino. Y después de caerme, miraré al cielo y diré: “Vale, superstición 1 – racionalidad 0. Pero ha sido un buen chiste cósmico, te lo reconozco”.
¿Y tú? ¿Pasas o esquivas?
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