
Alicante cerrará 2025 con la llegada de 104 cruceros y 250.000 cruceristas, cifras que se presentan con entusiasmo por parte de las autoridades locales como un logro económico y turístico. Se estima un impacto económico de 65 millones de euros, un dato que, de forma aislada, suena esperanzador. Sin embargo, más allá de los números y las sonrisas oficiales, urge mirar este fenómeno con una perspectiva crítica, reflexiva y, sobre todo, responsable. La presencia constante y creciente de cruceros plantea una serie de interrogantes sobre el modelo de ciudad que estamos construyendo. ¿Realmente este turismo masivo genera beneficios sostenibles? ¿O estamos hipotecando la calidad de vida de los residentes en nombre de un supuesto progreso?
Los cruceros, más allá de su apariencia lujosa, son altamente contaminantes. La huella ecológica que dejan es inmensa. Emisiones de dióxido de azufre, residuos en el mar, ruido, presión sobre las infraestructuras urbanas… Y todo esto para acoger a miles de pasajeros que apenas permanecen unas horas en la ciudad, que pasean sin conocer, compran sin comprender y se marchan sin dejar más que una estela de consumo superficial. Su impacto, lejos de ser estructural o transformador, es efímero y en muchos casos perjudicial. Además, se fomenta una lógica de explotación del espacio público en beneficio de una industria que apenas devuelve algo tangible a los vecinos.
El auge de este turismo está ligado también al encarecimiento del coste de vida. Los precios de la vivienda suben, se promueven alquileres turísticos que expulsan a residentes, y se gentrifican barrios enteros. El comercio tradicional, el de toda la vida, va desapareciendo frente al avance de tiendas de souvenirs, cafeterías impersonales con cafés a 4 euros y restaurantes de comida rápida diseñados para turistas apurados, no para ciudadanos que buscan calidad, identidad y trato humano. Poco a poco, Alicante va perdiendo su alma. Lo que fueron calles con historia y comunidad se están transformando en escenarios para la foto fácil, sin esencia, sin arraigo, sin memoria.
Se celebra que el 96% de los cruceristas no consideran Alicante una ciudad saturada, pero esa percepción puntual no refleja la transformación silenciosa pero constante que sufre el entorno. Las calles no están saturadas porque la visita es breve, pero sí están cambiando: se ensucian, se vuelven más ruidosas, más impersonales. Y mientras tanto, desde las instituciones se insiste en que se trabaja por un modelo turístico “sostenible e integrador”, aunque en la práctica todo apunte a una rendición absoluta ante la industria del volumen.
No se puede negar que el turismo aporta riqueza, pero hay que preguntarse para quién, cómo y a costa de qué. ¿Queremos una ciudad entregada al consumo rápido, adaptada al gusto pasajero de quien no vuelve? ¿O una ciudad que valore su identidad, que cuide a sus vecinos, que apueste por una economía diversa y respetuosa con el entorno?
Si no se revisa el rumbo, Alicante corre el riesgo de dejar de ser una ciudad para vivir, para convertirse en un decorado turístico vacío de vida real. Y eso, por muchos millones que se contabilicen en un estudio, no puede ser considerado un éxito.
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