
Dos notas. Un legado. Bastaron solo dos notas, Mi y Fa, repetidas como un mantra tribal, para que John Williams inoculara el miedo en la mente del espectador. Esa simple pero icónica progresión musical se convirtió en sinónimo del terror moderno. Medio siglo después, Tiburón (Jaws, 1975) sigue siendo mucho más que una película sobre un tiburón asesino: es un parteaguas en la historia del cine. Fue el filme que catapultó a Steven Spielberg y reescribió las reglas de la industria para siempre.
El nacimiento del blockbuster moderno
Cuando Universal confió en un joven director de apenas 27 años, con una sola película para televisión en su haber (El diablo sobre ruedas), nadie esperaba que aquel thriller veraniego rodado entre problemas técnicos y escepticismo ejecutivo se convirtiera en el primer gran blockbuster. Tiburón no solo arrasó en taquilla —ajustando a la inflación, su recaudación superaría hoy los 1.500 millones de dólares—, sino que cambió radicalmente la percepción de cuándo y cómo estrenar películas.
Antes de Tiburón, los meses de verano eran considerados terreno muerto para la taquilla. El cine se consumía en otoño o invierno. Pero Spielberg demostró lo contrario: la gente estaba dispuesta a llenar las salas en vacaciones si el producto ofrecía espectáculo, tensión y entretenimiento puro. Nacía así el modelo de estreno simultáneo en múltiples salas, apoyado por campañas de marketing agresivas. El «evento cinematográfico» tal y como lo conocemos hoy, con fechas de lanzamiento globales y expectativas masivas, comenzó con este tiburón invisible que apenas se veía en pantalla, pero que se sentía en cada fotograma.
El arte de insinuar: una lección de dirección
Limitado por un tiburón mecánico que rara vez funcionaba, Spielberg transformó la escasez en virtud. Mostró menos para generar más miedo. La amenaza era casi invisible, pero omnipresente. Esa elección estilística, nacida de la necesidad, es ahora considerada una clase magistral de suspense cinematográfico.
La película también es recordada por su trío protagonista —Roy Scheider, Richard Dreyfuss y Robert Shaw— cuyas tensiones personales fuera de cámara se tradujeron en una dinámica dramáticamente rica. Algunos críticos han visto en su relación una alegoría de la lucha de clases, una lectura que sigue ganando adeptos.
Una crítica social disfrazada de thriller
Aunque Spielberg nunca se ha caracterizado por un cine explícitamente político, Tiburón ha sido objeto de múltiples interpretaciones ideológicas. El alcalde que se niega a cerrar las playas pese a las muertes es para muchos una representación del negacionismo económico y político ante las crisis. Durante la pandemia, se convirtió incluso en meme recurrente. Pero una de las lecturas más llamativas viene desde el otro lado del espectro ideológico: Fidel Castro, según confirmó el propio Peter Benchley (autor de la novela original), habría elogiado la película por su retrato de la corrupción capitalista.
Sea leyenda o verdad, esta anécdota encapsula la extraña paradoja de Tiburón: una crítica al capitalismo voraz que, sin querer, dio origen al sistema capitalista más voraz que ha conocido Hollywood: la era del blockbuster. Con Tiburón, no solo nació un nuevo lenguaje de distribución y promoción, sino también el germen de las franquicias interminables, de las secuelas industriales y del marketing como motor creativo.
Un documental para celebrarlo (y entenderlo)
El documental 50 años de Tiburón, producido por Movistar Plus+, revisita esta epopeya fílmica con archivos inéditos y testimonios clave. Más que un homenaje, es una exploración del fenómeno cultural, artístico e industrial que supuso la película. Desde el caos del rodaje —en el que Spielberg casi abandona el proyecto por el estrés— hasta el impacto que tuvo en la industria, el documental ilumina los rincones menos conocidos de este hito cinematográfico.
También pone el foco en un personaje clave olvidado: Peter Benchley, cuyo libro fue adquirido por Universal incluso antes de su publicación. En él, ya estaba presente la semilla crítica: su inspiración en Un enemigo del pueblo de Ibsen dejaba claro que el tiburón no era el verdadero monstruo, sino el sistema que permitía su amenaza en aras del beneficio económico.
Un monstruo que aún nada entre nosotros
Cincuenta años después, las huellas de Tiburón son visibles en cada gran estreno veraniego. Desde nuevas entregas de Jurassic World hasta la película de Fórmula 1 producida por Apple y Warner con Brad Pitt y Javier Bardem, la industria sigue persiguiendo la receta mágica que Spielberg sirvió sin pretensiones: entretenimiento de calidad con alma de autor.
Pero Tiburón también nos recuerda lo que hemos perdido. En el equilibrio perfecto entre autoría y espectáculo, entre riesgo artístico y éxito comercial, Spielberg encontró algo que hoy parece más difícil de replicar: una obra que marcó época sin renunciar a su esencia.
Como dijo el propio Benchley en una de sus últimas entrevistas: “Nunca imaginé que el monstruo que creé para hablar del miedo y la avaricia humana acabaría siendo el símbolo del Hollywood que quería criticar”.
Quizá ahí resida la ironía última de Tiburón: su triunfo fue tan grande, que devoró todo lo que vino después.
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