En un tiempo en el que la política debería ser sinónimo de gestión, responsabilidad y ética pública, lo que observamos con creciente decepción es un espectáculo torpe de egos, dogmas y escenificaciones. Los partidos políticos, en lugar de funcionar como vehículos para la articulación democrática de intereses diversos, se han convertido en estructuras autocomplacientes, incapaces de hacer autocrítica y cada vez más desconectadas de la realidad ciudadana.
Lejos de actuar con un mínimo de inteligencia emocional y sentido común, muchos dirigentes viven obsesionados con contentar a sus militantes, como si gobernar un país fuera lo mismo que administrar un club de fans. Se escudan en discursos ideológicos reciclados, gritados con teatralidad adolescente, como si estuviéramos atrapados en una eterna campaña electoral. Lo trágico es que no buscan gobernar: buscan gustar. O lo que es lo mismo, no buscan soluciones: buscan likes.
Esto genera dos efectos perversos. Primero, se fomenta una infantilización del debate político, donde todo se reduce a trincheras emocionales y al titular barato. La lógica es binaria: o estás conmigo o estás contra mí. Y segundo, se sacrifica cualquier posibilidad de consenso real, porque negociar implica ceder, y ceder, en el actual clima de fanatismo partidista, es visto como una traición o una debilidad.
Un partido político serio debería actuar con sentido del ridículo. Debería ser consciente de sus propios excesos, de sus contradicciones, de sus límites. Debería preguntarse no solo qué quiere su núcleo duro, sino qué necesita la sociedad en su conjunto. Y sobre todo, debería entender que sin aceptación social, sin una mirada diplomática y sin sensibilidad democrática, no hay legitimidad posible, por muchas pancartas que agiten.
La política actual ha dejado de representar para empezar a simular. El ciudadano observa con desdén cómo se inventan guerras culturales artificiales, se reeditan fantasmas del pasado y se polariza hasta lo absurdo, como si el votante fuera estúpido y no notara la manipulación. Lo evidente para cualquier persona mínimamente informada —que gobernar exige pragmatismo, diálogo y mesura— es justamente lo que los partidos más evitan. Porque han dejado de interesarse por la verdad: solo buscan imponer su relato.
El resultado es un vacío institucional disfrazado de(in) acción. Es una política que ya no sirve para construir futuro, sino para confirmar prejuicios. Para reafirmar identidades en lugar de resolver problemas. Y eso, en una democracia que se precie, es inaceptable.
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