
Pongámonos serios (si podemos): el verdadero secreto de la felicidad no está en triunfar, ni en destacar, ni en dejar huella. Está en bajarte el listón hasta el subsuelo. Nivel de aspiración: básico. Nivel de autoestima: Ikea sin instrucciones. Y aun así, a veces ni eso basta. Lo decía entre líneas la pandilla de «Perder la Gracia», en una tertulia maravillosa de El Faro con Lucas, Madina, Gómez Santander y Galán. Cuatro tipos que han olido de cerca la gloria y han salido corriendo, quizá porque les daba urticaria o porque se dieron cuenta de que el éxito, como las lentejas recalentadas, siempre decepciona a la segunda vuelta.
Uno podría pensar que lograrlo —lo que sea que signifique ese verbo maldito— te da una especie de inmunidad frente a la mediocridad, el olvido o, peor, el reemplazo. Pero no. En cuanto subes un peldaño, ya hay alguien detrás pidiéndote que te muevas, que su sitio era ese, que tú ya has salido mucho en la foto.
El éxito, como las primeras citas, tiene fecha de caducidad. Te aplauden, sí, pero ya están pensando en quién será el próximo al que aplaudirán con más ganas. Y tú ahí, haciendo el numerito otra vez, intentando ser gracioso, sin darte cuenta de que lo verdaderamente desternillante era haber renunciado a todo eso desde el principio.
Me hace gracia que recordaran a Eric Moussambani, ese nadador sin agua, el héroe improbable que, con estilo perruno y pulmones milagrosos, se convirtió en mito sin proponérselo en Barcelona 92. Él no quería ser leyenda, solo no ahogarse. Y ahí está el quid: en la modestia de los objetivos está el goce verdadero. En nadar mal pero llegar. O, para algunos, en no tener gracia y, por tanto, no perderla.
Mara Torres sumó el estornudo a esta ecuación inexacta de recuerdos innecesarios e inolvidables. O mejor, en ese «¡aaahhh!» después de beber algo fresquito con gusto. ¿Qué es eso sino un orgasmo socialmente aceptable? ¿Un recordatorio de que el cuerpo también se permite celebraciones mínimas? ¿Una excusa para desnudar al desconocido? Pepe Colubí, y su manía de recordar pamplinas, lo entenderían. Él, que vive entre datos absurdos y genialidades de barra de bar, sabe que la información inútil es el último reducto de la felicidad. No pesa, no agobia, no decepciona. Nadie puede quitártela porque a nadie le importa. Y, sin embargo, la recordamos.
Los complejos, esos muebles heredados que no sabemos tirar. ¿Habríamos sido más felices siendo maquetadores en aquel periódico que ya ni existe? ¿Y si el voleibol, con su red inútil y su coreografía de palmas, era nuestro camino verdadero? Nadie puede saberlo. Nos liamos a intentar destacar. A tener gracia. A gustar. A ser alguien. Como si no bastara con ser. A secas.
Hoy, tener tiempo es el auténtico lujo. Tiempo para aburrirse. Para escuchar una tertulia en la radio como quien escucha a sus amigos hablar de lo que podría haber sido. Para reírse del pasado sin querer volver. Para bostezar a gusto. Para no subir nada a ninguna red. Para no ser relevante. Para no tener gracia, y estar bien con eso.
Quizá —y esto es casi una tesis de vida— es en el empeño por tener gracia donde acabamos perdiéndola. Porque la gracia verdadera no se busca. Se improvisa, o se tropieza con ella, como con una baldosa mal puesta o un ex en el supermercado. Si tienes que trabajar por ella, ya no es gracia: es marketing personal. Y eso, amigos, es el principio del fin.
Así que aspira a poco. O mejor, no aspires a nada. Y respira. Que eso sí que es un éxito.
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