
Cada barrio de una ciudad es algo más que un conjunto de edificios y aceras. Es un espacio donde las relaciones humanas, la memoria y los pequeños rituales cotidianos se entrelazan para formar lo que, en esencia, da identidad a ese lugar. Sin embargo, cuando el valor de un barrio se mide exclusivamente en función de su rentabilidad económica, se produce una transformación silenciosa pero implacable: la ciudad deja de pertenecer a quienes la habitan y empieza a pertenecer a quienes pueden permitírsela.
En Alicante, como en tantas otras ciudades, el auge de las viviendas de uso turístico (VUT) ha puesto de manifiesto este conflicto entre dos formas de entender el espacio urbano. Por un lado, quienes ven la ciudad como un escenario de inversión, donde los barrios se fragmentan en apartamentos turísticos, a menudo desconectados de la vida cotidiana y destinados a estancias – y escenas – fugaces. Y por otro, quienes defienden la ciudad como un tejido vivo, donde las personas no son visitantes, sino habitantes; donde los comercios, las plazas, los bares y los encuentros cotidianos no se contabilizan en euros, sino en vínculos, identidad y arraigo.
La reciente decisión de suspender temporalmente la concesión de licencias para nuevos apartamentos turísticos en Alicante responde, en el fondo, a la necesidad de detenerse y pensar. De tomar aire en un contexto en el que los números crecen más deprisa que las certezas. No se trata de rechazar al visitante ni al turismo, sino de cuestionar si el crecimiento sin medida puede acabar vaciando de sentido lo que precisamente hace que una ciudad sea atractiva: su autenticidad, su diversidad, su vida real.
En el centro de esta cuestión late una pregunta filosófica ineludible: ¿puede una ciudad seguir siendo un hogar cuando se convierte en un producto? Porque allí donde las casas se convierten en simples activos y los barrios en parques temáticos para turistas, se pierde algo que no se recupera fácilmente: la dignidad de lo cotidiano, el derecho al arraigo, la posibilidad de construir futuro en el lugar donde uno ha crecido.
Alicante, como tantas otras ciudades, se encuentra ante un umbral. Puede dejar que la lógica del mercado decida el destino de sus calles, o puede tomarse el tiempo de reflexionar y proteger aquello que no se puede tasar: la vida que late en sus barrios, la memoria colectiva, el derecho de sus habitantes a seguir llamando «hogar» a su ciudad.
Eso sí, viendo la fugacidad y el doble sentido de las decisiones que, en general, toman los gobiernos liberales, empieza a llegar el momento de plantearnos individualmente, qué es lo que queremos nosotros en realidad. Hoy puedes ser una persona hipotecada, que compró una vivienda en un contexto determinado. Pero quizá debas empezar a plantearte que queda del momento en el que te mudaste y empezaste a construir lo que ahora eres. Cómo ha influido en eso tu entorno y quien eres si todo ese ecosistema muta en algo que nada tiene que ver contigo.
El mundo cambia rápido y sobrevive quién se adapta dicen. Quizá sea un buen momento para pensar si siempre vamos a saber adaptarnos, o es hora de que lo que existe en un espacio, se considere como parte de su idiosincrasia identificativa. Y eso, no es cuestión de una propiedad que puede cambiar, sino de lo que se debe exigir a quien ocupa ese espacio cuando llega.
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