
El debate sobre el impacto de las redes sociales en la infancia y adolescencia ha dado un salto cualitativo en Francia, donde un reciente informe parlamentario recomienda prohibir el acceso a estas plataformas a los menores de 15 años y establecer un “toque de queda digital” para los jóvenes de entre 15 y 18. La medida surge como respuesta a la creciente preocupación por la llamada “trampa algorítmica”, que mantiene a millones de adolescentes enganchados a los contenidos de aplicaciones como TikTok y que, según diversos especialistas, afecta tanto a la salud mental como al desarrollo social de las nuevas generaciones.
El fenómeno no es nuevo: padres, docentes y psicólogos llevan tiempo advirtiendo del incremento de la adicción a las pantallas, de los efectos de aislamiento social y de la exposición a contenidos dañinos. Sin embargo, los mecanismos de control existentes parecen insuficientes frente a la capacidad de las plataformas para captar y retener la atención de los jóvenes. A menudo, el papel de las familias se limita a intentar poner límites en solitario, sin contar con herramientas efectivas que permitan contrarrestar la avalancha de estímulos y la presión de pertenencia que empuja a los adolescentes a estar permanentemente conectados.
En este contexto, el ejemplo francés abre una pregunta inevitable para nuestros sistemas educativos y legislativos: ¿debemos exportar este debate? Si consideramos la educación como un proceso integral en el que se forma tanto la mente como la capacidad de relacionarse con el mundo, resulta difícil ignorar la dimensión digital. La dependencia del móvil y de las redes sociales no solo afecta al rendimiento académico, sino también a la manera en que los jóvenes construyen su identidad, sus vínculos y su forma de entender la realidad.
El reto para el ámbito educativo es enorme. No basta con incorporar competencias digitales en el currículo, si al mismo tiempo no se generan políticas públicas que protejan a los menores de la sobreexposición. La cuestión es si estamos dispuestos a asumir que, igual que regulamos el acceso a sustancias nocivas, también debemos intervenir ante un entorno virtual que, sin frenos adecuados, puede convertirse en un factor de riesgo para la salud mental y emocional de los adolescentes.
Francia ha puesto sobre la mesa una propuesta polémica, pero que plantea un debate de fondo ineludible: cómo educar en un mundo donde las pantallas no son una herramienta más, sino un espacio que modela profundamente la vida de los jóvenes.
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