
Hay tardes en las que la curiosidad no se pasea por los pasillos del Prado ni se esconde tras las luces de un macrofestival. Tardes en las que la cultura se encarama en un espacio en obras, en un patio lleno de cables, en una baldosa que te devuelve un espejo incómodo: “eres muy sensible para ser chico”. La del sábado, en Las Cigarreras, la cultura fue exactamente eso: un laboratorio abierto donde lo inesperado se convirtió en certeza.
¿Qué certeza? dirás… pues esa que hace que una tarde se presente como un «elije tu aventura» con cuatro páginas – no incompatibles – a elegir: en La Trasera con el resultado de la última sesión de Ficciones Compartidas, o una experiencia sensorial derivada de atravesar un túnel donde ciencia, arte y militancia se dan la mano en un pulso con Alicante.
En el resto… la vida se convertía en una especie de exposición viva, como un motor encendido que resuena a un tempo marcado por el presente: Ilustraciones desbordando, trazos que parecían voces, y un coño de expresión sincera, necesario, que reclamaba espacio ¡Tía!
En medio, la Batalla del Ruido: niños garabateando frases como si jugaran a descifrar el futuro, humo de colores que se colaba entre los recovecos del patio, y adultos que se quedaban quietos, perplejos, leyendo mensajes mínimos en el suelo que, sin embargo, te desarmaban.
Dentro, en la Caja Blanca, Lo que Brota cerraba ciclo. Una despedida sobria, pero cargada de esa fuerza que solo da lo que se despide en su mejor momento. Y, la verdad, fue muy divertido imaginar que personaje de juego de roll seríamos…
Eso es lo que me gusta de Las Cigarreras, que no se preocupa por agradar, sino parece, más bien, tener la intención directa de provocar. Y ahí está la clave: nadie le da nada mascado al espectador. Se confía en la curiosidad, en esa capacidad de cada cual de dejarse atravesar por el desconcierto.
Y así, con 500, quizá 1000 personas deambulando entre propuestas, se rompieron clichés. Porque dime tú dónde habías visto antes a alguien componer música con un tendedero. O a un saxo sacando matices que Kenny G no soñaría ni en su siesta más húmeda. O una mesa de pedales, cables y bajos electrónicos convertidos en una performance que te golpeaba en el pecho, en el estómago, en el gusto. Kicks y punchs que abrían grietas en la rutina. Ruido, sí, pero un ruido que era construcción: ruideras insondables que revelaban belleza en la saturación.
Salí con la boca abierta, con una cajita de @cerezlou y una niña feliz de la mano, más o menos, como todos los que se acercaron a despertarse de la siesta de una forma alternativa, estridente y sensible.
Salí convencido de que lo cultural no es una vitrina ni una experiencia empaquetada, sino una chispa que activa la sensibilidad propia. Y que espacios como Las Cigarreras son la prueba militante de que lo inesperado, cuando se comparte, se convierte en comunidad. Algo de lo que Alicante, se supone que adolece… o eso quieren que pensemos.
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