
Cuarenta años después de la entrada de España en la Unión Europea, los ciudadanos siguen viendo claros los beneficios de pertenecer a este espacio común. No solo por el peso político que ha ganado nuestro país, sino también porque la integración europea se percibe como un motor de salarios más dignos, más empleo y más desarrollo para las regiones que históricamente habían quedado atrás.
Un estudio del CIS revela que el 73,2% de los españoles considera positiva la adhesión a la UE, y más de la mitad asegura que ha servido para mejorar las oportunidades laborales y salariales. Es decir, la unión no se entiende como un lujo, sino como una inversión colectiva que revierte en empleo, cohesión territorial y bienestar.
Pero junto con este balance positivo, emerge una demanda clara de igualdad: el 77,1% de los encuestados cree que las personas más ricas de Europa deben contribuir más mediante impuestos. En otras palabras, si no hay límite para lo poco que alguien pueda ganar, ¿por qué sí debería haber un techo a la justicia fiscal? Esa es la lógica que subyace en la percepción ciudadana: quienes más acumulan deberían aportar más para que el sistema siga funcionando y los beneficios lleguen a todos.
La encuesta también muestra que la economía y el empleo son las grandes preocupaciones para casi tres de cada diez ciudadanos, muy por encima de otras prioridades. No es casualidad que el 78,4% apoye la creación de un estado de bienestar europeo financiado de manera conjunta, o que el 69,5% reclame reglas fiscales comunes. En el fondo, se trata de evitar desigualdades entre países y asegurar que el proyecto europeo no solo favorezca a unos pocos, sino a la mayoría.
La pregunta de fondo es sencilla y potente: ¿para qué acumular tanta riqueza si no se traduce en mayor bienestar social? La ciudadanía no pide caridad, sino justicia redistributiva. Una Europa fuerte, competitiva y unida solo se sostendrá si todos contribuyen en proporción a lo que tienen, porque de lo contrario, la balanza se inclina siempre hacia el mismo lado.
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