La llamada “isla flotante” del Puerto de Alicante se hunde, literalmente y en todos los sentidos. Casi cuatro millones de euros de dinero público están a punto de desaparecer sin haber cumplido el más mínimo propósito. El proyecto, que se presentó como una pieza clave para dinamizar la actividad portuaria y convertir la bocana en un espacio de ocio y restauración, ha terminado convertido en una ruina técnica y económica.
Lejos de ser un caso aislado, esta historia refleja un patrón conocido en la gestión del Puerto: una actitud más orientada a levantar obstáculos que a facilitar soluciones. Los proyectos se anuncian con grandes titulares, pero acaban bloqueados entre informes, demoras y decisiones contradictorias. La falta de planificación y la incapacidad para anticipar problemas estructurales o administrativos convierten cada iniciativa en un laberinto burocrático sin salida.
La plataforma flotante, que nunca llegó a albergar el restaurante prometido, es ahora un recordatorio visible del despilfarro. Mientras se discute si demolerla o buscarle algún uso alternativo, las gaviotas son las únicas inquilinas de este monumento al despropósito. A su lado, el barco-taxi construido para conectarla con los muelles —otro gasto de cientos de miles de euros— permanece amarrado y sin función.
El Puerto ha optado por callar o retrasar respuestas durante años, encargando informes que luego se ocultan o se interpretan a conveniencia. Cuando finalmente se reconoce la inviabilidad técnica de la estructura, ya es demasiado tarde: los fondos se han perdido, las empresas implicadas se desentienden y los responsables miran hacia otro lado.
Lo que debería ser un motor económico y un ejemplo de innovación portuaria se ha convertido en un símbolo de inercia y autocomplacencia. En lugar de abrir el puerto a la ciudad y generar oportunidades, su gestión parece empeñada en levantar barreras y enterrar bajo el mar los proyectos —y los recursos— que podrían haber transformado Alicante.
















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