El barrio de Benalúa ha alcanzado un hito que, más que motivo de celebración, debería avergonzar al Ayuntamiento de Alicante: cien concentraciones vecinales reclamando lo mismo, sábado tras sábado, durante años. Un siglo de protestas semanales que el consistorio de Luis Barcala ha decidido ignorar con una pasividad que retrata su forma de gobernar.
Los vecinos no piden caprichos. Reclaman un centro social comunitario, una infraestructura básica en cualquier ciudad que aspire a cuidar a su gente. En Benalúa, barrio con una intensa vida cultural y vecinal, el abandono municipal resulta especialmente sangrante. Entre sus calles laten iniciativas como el Taller Tumbao, el Teatre Arniches, la oferta gastronómica del Mercado y la energía de quienes llenan su plaza —una plaza, por cierto, infrautilizada y sin el dinamismo que merecería si existiera un espacio social digno que la acompañara—. Y, mientras tanto, las antiguas harineras siguen deteriorándose, testigos mudos del desinterés institucional pese a las continuas peticiones ciudadanas para recuperar esos espacios.
El Ayuntamiento ha tenido 25 años para escuchar y actuar. No lo ha hecho. En lugar de diálogo, silencio. En lugar de soluciones, promesas vagas o proyectos que no responden a las necesidades reales del barrio. Los vecinos han recurrido a registros, quejas y mediaciones, sin obtener más que un muro administrativo.
Este desdén institucional no solo muestra falta de sensibilidad social, sino una preocupante forma de entender la política local: la que escucha solo cuando conviene, y que confunde gobernar con administrar el silencio. En pleno siglo XXI, cuando se habla de participación ciudadana, sostenibilidad y cohesión social, resulta indignante que un barrio tan vivo como Benalúa siga reclamando lo básico: ser escuchado.
Cien concentraciones no son un número, son una lección. Cada sábado, esos vecinos demuestran más compromiso con su ciudad que muchos de quienes la gobiernan desde sus despachos. Y su perseverancia recuerda algo esencial: las ciudades solo son habitables cuando quienes las habitan tienen voz, y esa voz importa.
















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