Entre las montañas frías de Mosqueruela, donde el silencio parece tener memoria, la tierra guarda secretos que durante décadas se han negado a ser olvidados. Allí, bajo el Cementerio Viejo, podrían descansar tres aviadores republicanos caídos en enero de 1938. Uno de ellos era de Dénia: Ramón Marsal Carrasco.
El tiempo ha cubierto sus nombres con polvo, pero no ha logrado borrar la huella de lo que fueron. Junto a Marsal, volaban Antonio San José Pérez y Mario Vallejo Palacios, ambos madrileños. Tripulaban un bombardero Tupolev SB-2 Katiuska, uno de los más modernos de la aviación republicana, veloz, metálico, con la ilusión de ser invencible.
El 12 de enero de 1938, regresaban de una misión en la Batalla de Teruel cuando un caza alemán los alcanzó en pleno vuelo. El aparato cayó sobre los montes de Mosqueruela. En el impacto se desvanecieron tres vidas jóvenes y un trozo de historia.
Ochenta y siete años después, un equipo de arqueólogos y familiares busca devolverles nombre y descanso. La tierra se abre con respeto y precisión científica, guiada por testimonios antiguos, por mapas desvaídos y por la esperanza. La fosa original fue destruida tras la entrada de las tropas franquistas, y con ella desaparecieron las señales de memoria. Pero no el recuerdo.
Hoy, la Asociación de Familiares de Víctimas del Frente de Levante, con el apoyo de la Dirección General de Aragón y el grupo Arqueoantro, ha iniciado los trabajos de excavación. Se trata de un esfuerzo conjunto que mezcla técnica y emoción, historia y justicia. El objetivo: encontrar los restos de los tres aviadores y, con ellos, un fragmento del pasado que se negó a morir.
El Katiuska que los transportaba fue un símbolo de la modernidad republicana. Bimotor, rápido, metálico, representaba la fe en un futuro distinto. La guerra, sin embargo, no entiende de símbolos. El avión cayó, la lápida fue arrancada, y el silencio ocupó el lugar de los nombres.
Décadas más tarde, una familia volvió sobre sus pasos y comenzó a reconstruir la historia. A unir piezas dispersas, a preguntar en archivos y cementerios, a no rendirse. Hoy, su búsqueda continúa en aquel mismo lugar donde la tierra aún respira memoria.
En Mosqueruela, los arqueólogos excavan con la delicadeza de quien desentierra algo más que huesos. Buscan identidades, pero también una reparación moral. En un rincón del Ayuntamiento se conserva un fragmento del fuselaje del avión, hallado por cazadores años atrás. Es un pedazo de metal que sobrevivió al fuego y al olvido, una pieza que ahora actúa como testigo.
El trabajo sigue, lento y minucioso, con la esperanza de que los tres hombres que surcaron el cielo de Teruel vuelvan a tener nombre y sepultura.
Quizá entonces, cuando la fosa se abra y la historia se cierre, la tierra de Mosqueruela deje de guardar silencio y comience, por fin, a contar el final de la historia de Ramón Marsal Carrasco.
















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