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Cuando tener dinero no puede valer más que tener un techo

4 de septiembre de 2025 por Jon López Dávila Deja un comentario

En nuestra sociedad se repite hasta la saciedad una mentira: que quien tiene dinero puede hacer lo que quiera. Comprar, vender, especular, acumular. Pero hay algo que no debería entrar en ese «juego»: la vivienda. Porque, aunque las instituciones hablen mucho, sin poner una solución, la casa no es un capricho ni una inversión, es la base de la vida. Sin un techo, todo lo demás —trabajo, estudios, familia— se tambalea.

Somos constitucionalistas para lo que nos sale de los cojones, sin embargo, miles de familias en nuestra provincia están viviendo en carne propia cómo las empresas especuladoras, amparadas en un sistema legal permisivo, utilizan el ladrillo como moneda de cambio. Y mientras ellas aumentan sus beneficios, los de abajo pierden algo irremplazable: su hogar, o lo que es lo mismo: su dignidad.

En nombre de la modernización, las empresas entran en los edificios, hacen obras en zonas comunes, instalan cámaras de seguridad innecesarias, cambian números de cuenta… Y poco a poco van marcando territorio, dejando claro que los que están dentro sobran. El objetivo es claro: desalojar para después multiplicar beneficios, probablemente con alquileres turísticos o precios imposibles para quienes llevan toda la vida en el barrio.

Esto no es un caso aislado. Forma parte de un patrón que se repite en toda la ciudad: se compran bloques enteros para expulsar a quienes menos tienen y reemplazarlos por un negocio más «rentable». La moratoria de licencias turísticas en Alicante demuestra que hasta las instituciones reconocen el problema. Pero llegan tarde y mientras las leyes se aprueban, la realidad es que la especulación no espera.

La Constitución habla claro: toda persona tiene derecho a una vivienda digna. Pero ese derecho queda en papel mojado cuando se enfrentan dos fuerzas desiguales: de un lado, familias que viven al día; del otro, empresas respaldadas por bufetes, notarios y millones de euros.

No se puede seguir tolerando que las reglas del mercado ahoguen a la gente común. Igual que hay un límite por abajo —nadie debería verse obligado a dormir en la calle— también debe haber un límite por arriba. No todo vale por dinero. No puede valer más la rentabilidad que la dignidad de un barrio entero.

La anestesia del consumo y la chispa de la rebeldía

Durante décadas, el capitalismo nos ha vendido la idea de que todo es consumo, que la solución está en comprar, en competir, en aspirar a ser como los que más tienen. Y mientras tanto, nos ha ido quitando derechos, paso a paso, sin que apenas nos diéramos cuenta.

Pero la historia evidencia que las grandes revoluciones nacieron cuando la precariedad se hizo insoportable. Cuando la gente tuvo hambre, las familias fueron empujadas al límite y, ahora vuelve a ocurrir, incluyendo a la llamada clase media que, tras años anestesiada, se siente el aliento de perder sus «privilegios».

Hoy en Carolinas Altas, como en tantos barrios, la gente se organiza. No hablan de caridad ni de favores: hablan de justicia. Hablan de luchar juntos, de no rendirse, de plantar cara a un modelo que pretende borrarlos del mapa.

El caso de Carolinas Altas

En la calle Pascual de la Mata, en el corazón del barrio de Carolinas Altas de Alicante, 15 familias han recibido un aviso devastador: no se les renovarán sus alquileres. La nueva empresa propietaria, Hostelería Carrusel S.L., con sede en Madrid (y participantes locales – que vaya tela – ), ha comunicado que sus contratos no seguirán adelante.

Detrás de esa notificación fría, de ese burofax impersonal, hay ancianos que llevan medio siglo en sus casas, familias que han invertido sus ahorros en reformas, personas con enfermedades crónicas, menores que han hecho del barrio su mundo. También hay bebés recién nacidos que apenas han comenzado a respirar aire de hogar y que ya van a perderlo.

Y no, no se trata de impagos. Todos los vecinos han cumplido con sus obligaciones. Muchos incluso han reformado las viviendas con su propio esfuerzo, pagando de su bolsillo lo que los antiguos dueños nunca hicieron. Lo único que piden ahora es lo lógico: seguir viviendo allí, pagando un alquiler acorde a sus ingresos. Pero la empresa parece tener otros planes.

Lo que ocurre en este edificio de los números 23 y 25 no es solo un problema local: es un espejo en el que podemos mirarnos todos. Porque cualquiera podría ser la próxima víctima de la especulación.

Los vecinos lo tienen claro: resistirán. No porque quieran protagonizar una batalla épica, sino porque no tienen alternativa. Porque saben que si no se defienden, se quedarán sin nada. Porque se sienten como Fuenteovejuna: todos a una, unidos frente a la injusticia.

La pregunta es cuánto tiempo seguirá la sociedad soportando este atropello. Cuánto tardaremos en entender que no es cuestión de “los otros”, sino de todos. Hoy son los vecinos de Carolinas Altas, mañana puede ser cualquier familia trabajadora, en cualquier barrio.

Tener dinero no puede ser un salvoconducto para pisotear la vida de la gente. El techo, el hogar, la vivienda son un derecho. Y un derecho no se negocia, se defiende. Aunque para ello haga falta salir a la calle y, si es preciso, rebelarse contra quienes creen que todo se compra.

Porque si no ponemos límites arriba, no habrá suelo que nos sostenga abajo.

Publicado en: Crítica Social, en portada, noticias breves, opinión, REVISTA, urbanismo




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