Hoy todos los ayuntamientos, también los gobernados por el PP, amanecen con un crespón negro. Se cumple un año de la DANA. Un año desde que el agua nos enseñó, a la fuerza, cuán frágiles somos. Desde que muchas familias perdieron no solo sus casas, sino su rutina, sus recuerdos, su paisaje. Desde entonces, la pena sigue ahí, y seguirá. Porque hay pérdidas que no se superan, solo se integran en la vida como una sombra que te acompaña.
Pero este día no debería ser una cita para la pose. No debería ser una jornada de discursos pulidos ni de fotos perfectamente encuadradas con rostros compungidos. Debería ser, sobre todo, un ejercicio de memoria y de autocrítica. En la política actual —y a menudo también en la sociedad— hay una tendencia preocupante a confundir la empatía con la escenografía. A hacer las cosas para ser vistos, en lugar de para ser útiles. Hoy, muchos vestirán de negro y dirán las palabras justas, pero la verdad es que, en un año, no ha existido una conexión real entre la Generalitat y el Gobierno Central, ni una estrategia coordinada que ofrezca una respuesta firme a quienes aún siguen levantándose desde el barro.
Y, sin embargo, la sociedad sí respondió. Respondió como siempre lo hace cuando la catástrofe desborda a las instituciones: con solidaridad, con organización, con generosidad. Lo vimos todos: vecinos ayudando a vecinos, desconocidos cargando cubos de agua o donando lo que podían, agricultores dejando su faena para limpiar calles, jóvenes y mayores remangándose sin preguntar a quién votaba el de al lado.
Durante unos días, la política se quedó muda y la ciudadanía habló por ella. Nos recordamos capaces de empatizar, de colaborar, de remar en la misma dirección. Esa es la verdadera lección que dejó la DANA: que, cuando apartamos las etiquetas y los eslóganes, somos una sociedad ejemplar.
Hoy no celebramos nada. Recordamos. Recordamos el miedo, el desamparo, la pérdida. Pero también recordamos la fuerza que tuvimos como comunidad, la dignidad con la que la gente afrontó lo imposible, la ternura que brotó entre tanto desastre. Recordamos que, por encima de los colores, las siglas y las fotos, somos mucho más que nuestras instituciones. Somos los que estuvimos allí, los que ayudamos, los que lloramos juntos, los que aprendimos que el “nosotros” tiene más sentido cuando el “yo” se calla.
Por eso, sí, hoy está bien vestir de negro. Está bien llorar, guardar silencio, detenerse un momento. Pero que el negro no sea un disfraz. Que no sirva para posar, sino para mirar atrás y reconocernos en aquello que fuimos capaces de hacer cuando más lo necesitábamos.
De negro, con lágrimas sinceras, sin fotos de políticos. Solo con memoria. Porque recordar también es una forma de seguir reconstruyendo.















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