El 31 de diciembre se apagará definitivamente la señal de MTV. El canal que cambió la forma en la que escuchábamos, veíamos y entendíamos la música, dirá adiós después de más de cuatro décadas de historia. No será solo el final de una cadena, sino el cierre simbólico de una era: la de la música como experiencia colectiva, imperfecta y profundamente humana.
Somos, probablemente, la primera generación en la historia contemporánea que vive peor que la anterior. Nos movemos sobre un filo de la navaja tan inestable que hemos visto morir Yahoo, MySpace, Fotolog o eMule como si lo normal fuera que todo tuviera fecha de caducidad. Nada dura más que la batería de un móvil: ni los trabajos, ni las parejas, ni los pisos de alquiler. Todo es transitorio. O quizá, pensar así es precisamente lo que nos condena a no tomarnos nada en serio, creyendo que siempre habrá una versión mejor, una actualización, un sustituto.
Pero no siempre lo hay.
Sin necesidad de cifras, basta con mirar alrededor: lo que empieza a ocurrir con Spotify hoy no está tan lejos de lo que pasó con MTV ayer. Cuando todo se convierte en negocio, cuando la música deja de ser un espacio de descubrimiento y se convierte en un catálogo infinito gobernado por algoritmos y anuncios mainstream, la autenticidad muere. El mercado nos toma por idiotas y nosotros, distraídos entre likes y suscripciones, lo permitimos. Pero no somos gilipollas, ni tan esclavos de la moda como quieren pensar quienes se gastan millones de euros en intentar monopolizar nuestros gustos.
MTV tuvo éxito mientras mantuvo un criterio. Mientras su programación no era solo escaparate, sino una ventana abierta a lo nuevo, a lo distinto. Nos descubrió a Nirvana, Pearl Jam, Smashing Pumpkins, Eminem o Björk. Nos enseñó el valor de la buena realización de un vídeo, y puso imágenes a todo eso que sólo las radios y los tocadiscos reproducían.
Pero cuando el espacio publicitario empezó a valer más que el contenido, cuando cualquiera con cinco euros más que tú podía posicionar su videoclip por encima del resto, el espíritu se vació. Dejó de importar la música y empezó a importar el rendimiento.
Y así, lo que fue un templo cultural acabó convertido en una cadena de realities, en un eco deslucido de su propia leyenda.
La democracia de la red, en manos de gigantes como Musk o Murdoch, ha terminado por devaluar el sentido de lo especializado. Todo debe ser para todos, y por eso, nada acaba siendo de nadie. Ni siquiera la música.
Aun así, cuando el 31 de diciembre se apague la pantalla, quedará la memoria. Quedará ese instante en el que MTV nos hizo creer que la música podía ser una forma de entender el mundo, y que detrás de cada videoclip había una historia, una generación, una emoción compartida. Quizá ese sea su verdadero legado: recordarnos que hubo un tiempo en que podíamos aburrirnos, equivocarnos y descubrir, sin que nadie nos empujara a “saltar al siguiente contenido”.
Y si el cierre de MTV coincide con el cambio de año, tal vez sea una buena excusa para hacer lo que la música —la de verdad— siempre nos ha pedido: parar un momento, mirar atrás y escuchar.















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