
El final de La Familia de la Tele no es solo la cancelación de un formato más: es el síntoma visible de una enfermedad profunda que aqueja a la programación de TVE en los últimos meses. En un giro que parece decidido más por algoritmos sin alma que por profesionales con criterio, la televisión pública ha optado por una parrilla donde lo genérico se confunde con lo banal, y donde la identidad de un medio público parece haberse disuelto entre remakes desganados, rostros de plantilla y formatos de usar y tirar.
¿Quién tomó la decisión de sustituir espacios con personalidad —aunque de nicho o minoritarios— por esta batería de pseudoentretenimiento de plató? ¿En qué momento se pensó que programas como el de Chenoa o el de Arturo Valls eran el camino adecuado para recuperar el favor del espectador? ¿Desde cuándo se puede llamar servicio público a una propuesta que parece más bien una mala imitación de las estrategias de la televisión privada, sin su músculo financiero ni su brutal maquinaria promocional? (y poco cerebro, por cierto).
La televisión pública, en teoría, tiene la responsabilidad de ofrecer algo más: criterio, diversidad, experimentación y, sí, también entretenimiento, pero sin renunciar a la inteligencia. No se trata de caer en lo elitista ni en lo nostálgico, pero cuesta entender por qué TVE renuncia a lo que la hizo grande: una programación que, incluso en su vocación popular, apostaba por el talento, la diferencia y, en ocasiones, la vanguardia.
Puestos a gastar dinero, ¿por qué no recuperar Estudio 1, adaptado al presente, como hicieron otras televisiones europeas con sus clásicos teatrales? ¿Por qué no crear un programa de música en directo que apueste por el talento emergente y por la pluralidad de géneros, en lugar de repetir el esquema de karaoke y coreografía?
El caso es que sí hay referentes posibles, incluso recientes que sustituyan a Paloma Chamorro o Lolo Rico. La senda de programas como Al cielo con ella, el provocador Late Xou o series como Las Abogadas y Esto no es Suecia demuestra que otra televisión pública es posible. Incluso con presupuestos limitados, se puede apostar por la imaginación, el riesgo medido y una mirada que conecte con el presente sin subestimar al espectador.
Y si nada de eso es posible, al menos se podría reforzar aquello que aún distingue a RTVE del resto: sus servicios informativos. Los más neutrales, plurales y profesionales del panorama audiovisual español. Porque si hasta eso empieza a tambalearse, entonces lo que está en juego no es un formato más, sino el alma misma de la televisión pública.
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