
El reventón térmico en la Vega Baja, de ayer, volvió a poner sobre la mesa la vulnerabilidad de nuestras ciudades frente a fenómenos meteorológicos cada vez más frecuentes e intensos. Rachas súbitas de viento, temperaturas que se disparan en minutos y un ambiente sofocante que puede llegar a ser peligroso. Como en el cuento del lobo, cuando las alarmas suenan una y otra vez, sin que siempre exista un desenlace trágico inmediato, corremos el riesgo de acostumbrarnos y restarles importancia.
Sin embargo, como demostró la DANA en octubre, la alerta no es un capricho. La Agencia Estatal de Meteorología y Protección Civil activan protocolos para minimizar riesgos, especialmente en colectivos sensibles como los escolares. Así, colegios y centros educativos reciben órdenes de suspender actividades.
El problema aparece cuando trasladamos esta lógica a la vida real de las familias. Porque la alarma en los colegios no se corresponde con la del mundo laboral. La niña de seis años que no puede salir al patio durante la ola de calor sigue siendo responsabilidad de unos padres que quizá no tengan la opción de teletrabajar.
¿Qué pasa entonces si vives en San Vicente y trabajas en Alicante ciudad, a 10 kilómetros? ¿No es también un riesgo coger el coche bajo un viento caliente que desestabiliza la conducción? ¿Dónde queda la conciliación familiar cuando las medidas sólo se aplican en un ámbito, pero no en el otro?
La paradoja es evidente: protegemos a los más vulnerables en el colegio, pero no ofrecemos soluciones reales a los adultos que deben moverse, trabajar y garantizar la logística del día a día. Si las alertas meteorológicas son cada vez más habituales, ¿no deberíamos avanzar hacia un modelo laboral más flexible y coherente con la realidad climática?
El reventón térmico en la Vega Baja no sólo nos recuerda que el clima cambia y golpea con fuerza. También nos obliga a reflexionar sobre una sociedad que todavía no ha aprendido a coordinar la protección, el trabajo y la vida familiar.
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