
En el mundo laboral actual parece que los sentimientos deben ajustarse al calendario de la productividad. Dos días —apenas 48 horas— para digerir la muerte de un ser querido, resolver el papeleo, desplazarse si hace falta y, sobre todo, intentar recomponerse. Eso es lo que, hasta ahora, marcaba el Estatuto de los Trabajadores. Y lo que, sorprendentemente, algunos siguen defendiendo.
La vicepresidenta segunda y ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, ha anunciado la ampliación del permiso por fallecimiento hasta 10 días y la creación de un nuevo permiso retribuido para acompañar en cuidados paliativos. Una medida que, más allá de lo laboral, es profundamente humana. Porque reconocer el derecho al duelo o al acompañamiento no es un lujo, es reconocer que detrás de cada trabajador hay una persona.
Sin embargo, las declaraciones del presidente de la CEOE, Antonio Garamendi, calificando la propuesta de “ocurrencia” y bromeando con pedir “10 días para descansar de los anuncios de la ministra”, son un espejo de la desconexión que existe entre ciertos empresarios y la realidad cotidiana de la gente. Resulta difícil imaginar a alguien que haya tenido que enterrar a su madre o cuidar a un hijo enfermo considerando que dos días bastan para volver al trabajo “con normalidad”.
Esa falta de empatía no es anecdótica: es estructural. Durante décadas se ha instalado la idea de que el trabajador debe ser productivo incluso cuando su vida se tambalea. Que las emociones se dejan en casa y que el dolor, si no afecta a la cuenta de resultados, no cuenta. Pero el duelo no entiende de plazos ni de balances trimestrales.
Y es aquí donde entra en juego algo que parecía olvidado: la conciencia de clase. Porque cuando alguien desde su despacho, con chófer y agenda flexible, opina que dos días bastan para superar una pérdida, lo que en realidad nos está diciendo es que no conoce —ni quiere conocer— la vida de quienes cada mañana fichan, hacen turnos, crían, cuidan y aún así sostienen el país.
La ampliación del permiso por fallecimiento hasta 10 días no es una concesión, es una reparación. Es reconocer que la vida —y la muerte— no caben en una tabla de Excel. Y que una sociedad que no protege el derecho a llorar, acompañar y cuidar, es una sociedad que ha perdido su humanidad.
Por eso, sí: es urgente recuperar la empatía. Pero también la conciencia de que los derechos laborales no son privilegios, sino conquistas que costaron décadas de lucha. Porque mientras haya quien crea que el dolor se gestiona en 48 horas, habrá que seguir recordando que no todos vivimos —ni morimos— desde el mismo lugar.
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