
La concentración frente a la sede de la Confederación Empresarial Valenciana en Alicante volvió a poner sobre la mesa un debate que no debería estar bloqueado: la reducción de la jornada laboral a 37,5 horas semanales sin pérdida salarial. Mientras sindicatos y algunos trabajadores protestaban contra el veto político y empresarial, la mayoría de la clase trabajadora permanecía al margen.
El contraste es evidente. La patronal defiende sus intereses, como cabría esperar, y se resiste a una reforma que limitaría su margen de maniobra. Lo cuestionable no es esa postura previsible, sino la pasividad de quienes serían los principales beneficiados. Se asume que los sindicatos “hagan el trabajo sucio” de salir a la calle, mientras el resto observa desde casa, como si los derechos se conquistaran por delegación.
Los datos son contundentes: ocho de cada diez empleos actuales podrían desempeñarse en remoto o con horarios flexibles, lo que facilitaría la conciliación y aumentaría la productividad. En cambio, el mercado laboral sigue anclado en rutinas del siglo pasado y sostiene cifras inadmisibles: más de un millón de horas extra al año en la Comunitat Valenciana, de las cuales una tercera parte ni se pagan ni cotizan. Es un fraude estructural que erosiona derechos básicos mientras se habla de modernización.
El fondo del debate no son solo unas horas menos de trabajo, sino qué modelo de relaciones laborales se impone en España. La tecnología permitiría avanzar hacia esquemas más justos y humanos, pero la realidad se reduce a un pulso político y empresarial en el que los trabajadores rara vez participan de forma activa. El mensaje que se transmite con esa ausencia es peligroso: si no se pelea colectivamente, la patronal y sus aliados pueden concluir que la mayoría está conforme con lo que hay.
La cuestión, entonces, no es si la reducción de jornada es viable —porque lo es—, sino hasta cuándo se permitirá que las decisiones se tomen sin presión real desde abajo.
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