
Es alarmante, pero no sorprendente. Un 52% de los chicos de 16 a 24 años cree que el feminismo ha ido demasiado lejos hasta el punto de discriminarles. Un 36,1% de los jóvenes de 18 a 28 años votaría a Vox. Datos fríos y contundentes del CIS que reflejan una tendencia inquietante: la extrema derecha no solo está calando en los adolescentes, sino que lo está haciendo con una eficacia apabullante. Y lo peor es que esto no es un accidente, sino el resultado de un cóctel explosivo: desinformación, redes sociales y la falta de un modelo educativo adaptado a la era digital.
La influencia de las redes es innegable. A diferencia de los medios tradicionales, donde al menos existe cierto filtro editorial, en plataformas como TikTok, Twitch o YouTube, el algoritmo premia lo impactante, lo polarizador, lo emocional. Y ahí es donde entra la extrema derecha, con mensajes simplificados hasta el absurdo, diseñados para captar a jóvenes descontentos, desorientados o simplemente aburridos. La desinformación no necesita ser sofisticada para calar, solo necesita repetirse lo suficiente y apelar a las emociones adecuadas.
El problema es que el sistema educativo sigue anclado en el siglo XX, mientras que los adolescentes ya viven en un ecosistema informativo del siglo XXI. Salvo contadas ocasiones, se les enseña a hacer comentarios de texto, pero no a analizar críticamente la basura que consumen a diario en redes. Se les obliga a cursar religión, pero nadie les explica cómo funciona un algoritmo o cómo detectar un bulo. Y así, sin herramientas, acaban expuestos a discursos de odio disfrazados de «rebeldía» o «políticamente incorrecto».
Pero no solo los colegios tienen la obligación de educar a nuestros hijos. Los padres tienen una responsabilidad ineludible en esta ecuación. No se puede delegar toda la formación en los docentes y luego llevarse las manos a la cabeza cuando los adolescentes repiten discursos extremistas que han absorbido en internet. Hay que estar presentes, hay que dialogar, hay que supervisar lo que consumen en redes y, sobre todo, hay que educar con el ejemplo. Si en casa se fomentan ideas simplistas, si se replica sin cuestionamiento lo que se ve en redes, no podemos esperar que los jóvenes desarrollen un pensamiento crítico por arte de magia.
Hay que aceptar una realidad: los profesores ya no tienen el monopolio de la educación. Ahora compiten con streamers, influencers y youtubers que, a golpe de clickbait y memes, modelan la opinión de miles de adolescentes. Y si no nos gusta lo que está pasando, hay que dejar de lamentarse y empezar a actuar. Necesitamos una educación digital obligatoria en las aulas, una alfabetización mediática real. Necesitamos enseñar pensamiento crítico con la misma urgencia con la que se enseña matemáticas. Y necesitamos que la sociedad en su conjunto deje de menospreciar el poder de las redes sociales en la construcción de ideologías.
El problema no es que los jóvenes sean de derechas o de izquierdas. El problema es que estén adoptando posturas extremas sin haber tenido acceso a un debate real, sin haber sido entrenados para cuestionar la información que consumen. Si no queremos que el futuro sea una distopía dominada por bulos y fanatismo, es hora de ponernos serios con la educación digital. Porque, a estas alturas, aprender a identificar la manipulación en redes sociales es mucho más útil que memorizar la lista de los reyes godos o recitar el Padrenuestro en clase.
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