Ya no basta con que las redes sociales sepan lo que comemos, con quién hablamos o qué soñamos comprar. Ahora, los Estados quieren ir más allá: pretenden mirar dentro de nuestros móviles, leer nuestros mensajes y escudriñar nuestras conversaciones privadas. Lo llaman “Chat Control”, pero en realidad es otra forma de decir vigilancia masiva.
La propuesta europea que promete “combatir el abuso sexual infantil” podría convertirse en el fin del derecho más básico de cualquier democracia: la intimidad. Porque sí, todos queremos proteger a los niños, pero ¿a qué precio? ¿A costa de renunciar al secreto de nuestras comunicaciones, de aceptar que cada mensaje de WhatsApp sea escaneado, analizado y almacenado por un algoritmo?
En nombre de la seguridad, se está construyendo una sociedad donde la sospecha es la norma. Como bien decía la activista Simona Levi, “se nos considera pedófilos salvo que se demuestre lo contrario”. Esa frase resume el espíritu de esta ley: un castigo preventivo a toda la ciudadanía, un Pegasus para todos.
Resulta inquietante que sea la propia Unión Europea —símbolo de libertades y derechos— la que impulse un reglamento que dinamita el cifrado de extremo a extremo, la herramienta que garantiza que nadie más, ni siquiera las empresas, pueda leer lo que compartimos. Sin ese blindaje, dejamos abierta una puerta que otros, no necesariamente benevolentes, no tardarán en cruzar.
Y España, lejos de defender la privacidad de su ciudadanía, apoya la propuesta con entusiasmo. Mientras países como Alemania, Austria o Países Bajos han levantado la voz, nuestro Gobierno prefiere mirar hacia otro lado, tal vez seducido por la retórica de la “seguridad digital”. Pero lo que se esconde detrás no es seguridad, sino control.
La Confederación General del Trabajo (CGT) ha lanzado una campaña para recordar lo obvio: defender el cifrado y el secreto de las comunicaciones es defender la democracia. No es una exageración. La privacidad no es un lujo moderno ni un capricho tecnológico; es el espacio que permite pensar, disentir, amar y equivocarse sin miedo.
El peligro de esta legislación no es solo lo que permitirá hoy, sino lo que legitimará mañana. Una vez abierta la puerta a la vigilancia masiva, ¿quién la cerrará? ¿Qué garantías nos quedarán frente a futuros gobiernos que decidan usar ese poder para fines menos nobles?
Vivimos en una era en la que compartir se ha vuelto obligatorio y callar, sospechoso. La intimidad se desvanece entre términos de servicio y actualizaciones automáticas. Pero aún estamos a tiempo de decir “no”. De recordar que la libertad no se defiende con filtros automáticos, sino con límites claros al poder.
Porque cuando el Estado puede leer tus mensajes, lo que se pierde no son solo palabras: se pierde la esencia misma de la libertad.
















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