
Hay un raro fenómeno que se repite con más puntualidad que un reloj suizo: da igual que se presente un sello, una exposición o una placa para honrar al «Chepa» —si hay una cámara, aparece un político. Es como si tuvieran un sexto sentido para detectar flashes. Lo llaman “compromiso institucional”, pero a estas alturas ya es más parecido a “fotofilia aguda con complicidad mediática”.
Tomemos como ejemplo la reciente presentación de un sello dedicado a Juana Francés, pionera del arte de vanguardia español. Uno esperaría ver una cuidada estampa del sello, quizás una reproducción de su obra, algo que inspire o emocione. Pero no. Lo que no ofrece el Gabinete de prensa es al alcalde y al Concejal de Cultura en funciones acaparando el atril, sin rastro del sello en cuestión. ¿Juana Francés? ¿Quién es esa? ¡Lo importante es el plano medio y el ángulo favorecedor!
Al rato llega otra nota. Ésta de Diputación sobre la nueva exposición del Palacio Provincial. Uno va esperando la magia del arte, la emoción del color, la fuerza de la composición… y se encuentra con un desfile de corbatas arruinando la imagen. Siempre hay uno, dos o cinco encorbatados arrinconando al artista, que parece un invitado de última hora en su propio evento. Algunos hasta posan con cara de entendido, como si distinguieran un Miró de un menú del día. ¡Puro performance! Y si te lo tomas así y das relevancia a los discursos vacíos que, encima, se marcan, hasta tendrían un sentido, al menos, irónico.
Pero lo más glorioso llega con las obras públicas. Basta que se repare una acera o se inaugure una rotonda para que aparezcan los ceporros (con perdón) con casco y chaleco reflectante, señalando una zanja como si acabaran de descubrir los restos de una civilización perdida. Pasan de ser políticos de profesión a ingenieros, arquitectos… que no peones. Porque quien ha estado currando en una obra, sabe que con traje no se ponen a gusto los ladrillos. Un plano no han sostenido en su vida, pero, a veces, me río solo pensando la cantidad de horas que se habrán pasado ensayando esa pose con la que miran al horizonte con cara de “esto lo he levantado yo con estas manitas”.
Todo esto, por supuesto, no sería posible sin la dedicación incondicional de los gabinetes de prensa, esa noble cofradía cuyo único objetivo es garantizar que sus jefes salgan bien en todas las fotos… incluso cuando no deberían estar en ninguna. Son capaces de transformar la presentación de un catálogo de biblioteca en una gala de los Goya, con photocall incluido. Y si falta público, se rellena con asesores y familiares, que también salen muy bien en plano.
Uno empieza a sospechar que si se inaugurara una exposición de arte invisible, lo único que veríamos sería la fila de políticos posando en círculo vacío. “Aquí tenemos una obra etérea que representa el alma del municipio”, diría uno. Y el otro: “Un ejemplo de cómo la nada también puede tener presupuesto”.
Al final, ironía al margen, uno solo pide una cosa: que por una vez dejen al arte, al artista o al objeto del evento ocupar el centro de la foto. Que se retiren dos pasos atrás, se quiten el casco y, si no tienen nada que aportar, al menos dejen hablar al que sabe.
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