
Por @ladiscordantede
¿Qué vemos cuando miramos porno? ¿Qué buscamos, qué soñamos, de qué huimos? La pornografía no es solo cuerpos sudorosos y carne en primer plano: es un espejo distorsionado que nos devuelve la imagen de lo que la cultura patriarcal ha querido hacer del deseo, especialmente del deseo femenino. Y en ese reflejo, a veces, lo que más llama la atención es lo que falta.
Falta el cuerpo de los hombres como objeto de deseo, falta el placer auténtico de las mujeres, falta la igualdad, falta la ternura, falta el consentimiento sincero, falta la posibilidad de imaginar otro guion que no sea el de la sumisión y la violencia disfrazada de juego sexual. Por eso no sorprende, aunque a algunos les incomode, que el 47% de quienes consumen porno gay masculino sean mujeres. Casi la mitad. Y ese dato no es nuevo, ni es anecdótico: desde hace más de una década las plataformas pornográficas vienen registrando que el porno gay masculino es la segunda categoría más consumida por mujeres. Y no, no es casualidad, es síntoma, es reacción, es resistencia.
Las mujeres miran porno gay masculino porque ahí, al menos, pueden escapar del relato envenenado que la pornografía hetero les impone: cuerpos femeninos cosificados, rostros forzados, gestos de sumisión que no nacen del placer sino de la obligación.
En el porno hetero, el cuerpo de la mujer no existe para sí misma, existe para ser mirado, penetrado, dominado. La escena se construye desde la mirada y el deseo del hombre cishetero, y todo lo que no alimente ese circuito de poder y consumo queda fuera de plano. En ese escenario, muchas mujeres eligen, sencillamente, mirar otra cosa. Elegir el porno gay masculino es, para muchas, una forma de ser espectadoras sin ser víctimas, de ser observadoras sin ser humilladas, de ver cuerpos de hombres expuestos al deseo sin que eso implique, de nuevo, la sumisión de una mujer.
Pero no es solo cuestión de estrategia de defensa, es también cuestión de ensoñación y de hambre simbólica. Las mujeres desean ver cuerpos masculinos que no sean solo herramientas de penetración, desean ver belleza, sensualidad, vulnerabilidad incluso, cosas que la pornografía hetero les niega sistemáticamente. En el porno gay masculino, el cuerpo del hombre deja de ser un instrumento y se convierte en un territorio completo, deseable, expuesto, objeto de placer. Y en ese desplazamiento, muchas mujeres encuentran un resquicio para soñar otro deseo, para imaginarse fuera del engranaje asfixiante del porno clásico.
Detrás de este dato hay un grito silenciado: las mujeres están hartas de que sus deseos, su placer, sus cuerpos y su mirada sean borrados o distorsionados en la industria del porno convencional. Están hartas de que la representación de la sexualidad siga secuestrada por la fantasía patriarcal, donde la violencia se normaliza, donde la explotación se erotiza, donde el consentimiento es opcional y donde la mujer es, siempre, un objeto disponible. No es casualidad que muchas mujeres que han vivido violencia sexual encuentren en el porno gay masculino un refugio relativo: al menos ahí no se ven obligadas a revivir su trauma, al menos ahí sus cuerpos no están en juego.
Este fenómeno no habla solo de lo que las mujeres miran, habla de lo que el porno hetero se niega a ofrecerles. Habla de una industria que desprecia el deseo femenino, que lo ignora o lo tergiversa, que insiste en vendernos el placer como violencia y la sumisión como excitación. Y habla, sobre todo, de que incluso en ese terreno hostil que es la pornografía mainstream, las mujeres buscan, eligen, se escapan, se reinventan, se refugian donde pueden. Aunque sea, irónicamente, en las esquinas de un porno pensado para otros, donde por un instante al menos, el cuerpo de la mujer deja de ser mercancía y vuelve a ser mirada, curiosidad, deseo, pero sin sometimiento. Porque lo que soñamos al mirar porno, aunque muchos no lo entiendan, es poder ver, por fin, un placer que no nos humille.
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