
En apenas cinco años, la producción global de ropa se ha cuadruplicado. La cifra es tan abrumadora como reveladora: nos vestimos más, pero peor. Vivimos atrapados en un ciclo de consumo que alimenta la insatisfacción, deteriora el medioambiente y pone en jaque nuestra propia salud. Y en este ciclo, la moda rápida —representada por gigantes como Shein, Temu o Zara— no solo ha normalizado el usar y tirar, sino que ha convertido en tendencia una idea profundamente tóxica: que lo nuevo siempre es mejor.
La paradoja es evidente: producimos más ropa que nunca, pero cada vez dura menos. La media global de uso de una prenda ha caído un 36 % en los últimos 15 años, y no porque nuestra ropa se deteriore sola, sino porque nos han enseñado a percibirla como vieja a los pocos meses. La llamada obsolescencia percibida es una de las herramientas más sutiles pero efectivas del marketing contemporáneo. La industria no solo diseña prendas baratas que se rompen rápido; también nos convierte en cómplices de su caducidad emocional, fomentando la idea de que repetir ropa es sinónimo de fracaso estético.
El resultado de este modelo es devastador: más de 100 millones de toneladas anuales de materiales se destinan a la industria textil, con un gasto desorbitado de energía, agua y suelo. Pero el impacto no termina en el medioambiente. Muchas de las prendas de fast fashion están fabricadas con tejidos sintéticos que no transpiran, que irritan la piel y que incluso desprenden microplásticos con cada lavado. Nos vestimos con petróleo —literalmente— y lo hacemos con orgullo, como si la velocidad de rotación de nuestro armario fuera una virtud.
Una llamada al denim: durabilidad, carácter y rebeldía
Frente a este escenario, el denim se erige como símbolo de resistencia. El vaquero auténtico —el bueno, el que mejora con los años— representa todo lo contrario a la lógica de la moda desechable: es duradero, versátil, reparable y tiene memoria. Un buen pantalón vaquero puede acompañarte años, envejecer contigo, contar historias. No necesita escapar a la novedad, porque su valor reside en el uso, no en la temporada.
Por eso, es urgente reivindicar un cambio de hábitos: menos poliéster barato, menos Shein, menos ropa que solo “parece” nueva, y más prendas con alma, que podamos cuidar y reparar. Apostar por firmas éticas, por producción local, por ropa de segunda mano o vintage. Y, sobre todo, entender que vestirnos no debería implicar dañar el planeta ni poner en riesgo nuestra salud.
La ropa que elegimos dice mucho de nosotros, pero también de qué tipo de futuro queremos construir. Un futuro en el que no seamos solo consumidores, sino también ciudadanos conscientes. Un futuro donde cada prenda tenga sentido, historia y propósito.
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