
(En honor a su día mundial, y a todos los días que lo merecen)
Durante siglos, el orgasmo femenino fue un secreto, un pecado, un lujo prohibido. Se le encadenó en prejuicios, se le escondió en susurros, se le negó su existencia o se le relegó a un adorno de la intimidad masculina.
Pero el tiempo, y sobre todo las mujeres, hemos aprendido que no hay nada más subversivo, más libre y más nuestro que ese instante de vértigo que nos arranca de la tierra y nos devuelve, sonrientes, al cuerpo.
El orgasmo es un derecho. Un homenaje que nos hacemos a nosotras mismas.
Un recordatorio de que la piel no solo nos viste: también nos habla.
Puede ser un grito o un suspiro, un cataclismo o una caricia sostenida. Puede llegar sola, de tu propia mano, o compartida, con quien sepa –y quiera– leer tu mapa sin prisa.
Tócate.
Déjate tocar.
O que te besen, te chupen, te acaricien hasta que la mente se rinda y el cuerpo tome el mando.
No hay culpa, no hay deuda, no hay obligación más que la de escucharte.
El orgasmo es medicina contra el estrés, el insomnio, la tristeza y el tedio… pero también es placer por el placer, sin necesidad de excusa alguna.
Es arte sin público, ciencia sin laboratorio, política sin discursos.
Es tuyo. Y al regalártelo, le haces un favor al mundo: una mujer que sonríe después de correrse es una mujer más ligera, más amable, más viva.
Así que hoy, y cada día, celebrémoslo sin pudor ni justificación.
Que el orgasmo femenino deje de ser tabú y pase a ser lo que siempre debió:
un acto de amor propio, un estallido de libertad, un himno que se canta con el cuerpo entero.
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