
¡Bendito sea el turismo! entre todas las opciones…
Nuestro oro líquido (cuando el aceite sube de precio), nuestro becerro de platino con chanclas y selfie stick. Qué sería de nosotros sin esa lluvia de visitantes con calcetines hasta la rodilla, buscando “authentic local experience” en una réplica de una réplica de algo que ya derribamos para construir un hotel con forma de crucero, o un edificio triangular…
Porque, vamos a ver, ¿quién necesita fábricas, agricultura, ciencia, tecnología o industrias culturales si podemos tener… tours de tapas?
¿Investigación? ¿Para qué? ¡Si ya sabemos cómo hacer sangría y congelar paella con chorizo para guiris!
Hemos alcanzado el zen de la degradación: destruir nuestro patrimonio histórico para reconstruirlo en versión low-cost. Convertir cascos antiguos en parques temáticos donde no vive nadie porque los vecinos han sido expulsados por la fiebre del alquiler vacacional. Y todo para que alguien de Birmingham diga que “muy bonito el pueblo, pero no había Starbucks”.
La gestión turística ha sido tan brillante como un souvenir de imán con purpurina: Plazas abarrotadas, playas privatizadas, calles intransitables, y ayuntamientos que piensan que poner un food truck de “delicias locales” ya es dinamizar la economía.
Mientras tanto, los camareros encadenan turnos de 14 horas por 1.000€ al mes, en pisos compartidos con más gente que habitaciones tiene el hostal de enfrente.
Y luego están los titulares: “Récord histórico de turistas”. Claro, también tenemos récord en precios del alquiler, en contratos basura y en grados centígrados, pero esos no salen en la postal.
Lo llaman “desarrollo” y no hay ni una sola tienda de barrio que pueda permitirse seguir abierta.
Porque no, amigos, como decían hoy en Spanish Revolution: no se vive del aire acondicionado del hotel. Ni se pagan los recibos de la luz con sonrisas en la recepción. Ni se llena la nevera con trending topics del verano.
El “milagro del turismo” no es más que una performance económica donde el decorado se cae a trozos y los actores, es decir, nosotros, ya no tenemos ni contrato ni camerino. Ya por ser, no somos más que un secundario al que nunca contratan, porque en este guion escrito por subnormales, no hay sitio para nosotros.
Lo más cojonudo es que los beneficios vuelan a fondos de inversión con sede en Delaware o en Israel, nos quedamos aquí con los restos: calles saturadas, servicios colapsados y barrios convertidos en trampas para Instagram.
El turismo no es un plan de futuro. Es la versión moderna del pan para hoy y Airbnb para mañana.
Es la coartada perfecta de los gobiernos sin ideas, sin proyectos, sin otra fe que la del “que vengan más”. Un bucle sin salida, una huida hacia adelante con olor a aftersun.
Pero nada, tranquilos. Que nos queda la esperanza de que cuando todo esto colapse, siempre podremos montar un museo de lo que fuimos. Con entrada libre para residentes. Si es que queda alguno.
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