
En una época donde el rock parecía haberse instalado en la comodidad, Ozzy Osbourne llegó para enseñarnos que lo oscuro también podía ser bello, y lo aterrador, liberador. Hoy, con su muerte a los 76 años, se apaga una de las voces más inconfundibles y carismáticas de la historia del rock, pero también un símbolo de todo lo que el heavy metal nos enseñó sobre romper las reglas, reírnos del miedo y abrazar al monstruo que llevamos dentro.
Murió rodeado de su familia, según informaron los medios británicos, sin que hayan trascendido los motivos exactos, aunque desde 2020 luchaba públicamente contra el Parkinson. Tres semanas antes de su partida, Ozzy se despidió a lo grande, como solo él sabía hacerlo: en Birmingham, su ciudad natal, con un homenaje multitudinario en el que el metal al completo se arrodilló ante su leyenda. Fue su último hechizo sobre el escenario, sentado, frágil, pero todavía magnético.
Porque Ozzy no fue solo el cantante de Black Sabbath. Fue, para muchos de nosotros, el primer vistazo a un mundo alternativo donde el rock no hablaba de chicas y coches, sino de monstruos, locura, infiernos internos y sistemas opresivos. Junto a Tony Iommi, Geezer Butler y Bill Ward, creó en 1970 un sonido nuevo y un imaginario que expandió los límites del rock. Y cuando decimos “nuevo” queremos decir el inicio de todo un género: el heavy metal nació con el primer riff de Black Sabbath y encontró su bandera definitiva en Paranoid.
Ozzy cantaba como si fuera un médium poseído por algo que ni él mismo podía explicar. Se movía como un zombi eléctrico, siempre al borde del colapso, y sin embargo, en su caos, nos hizo sentir profundamente vivos.
Ozzy fue un espejo deformante… y por eso tan honesto
Resulta casi imposible separar al personaje del músico. Ozzy fue caricatura, excesos, reality televisivo (The Osbournes) y leyenda urbana andante —sí, lo de morder murciélagos ocurrió, y lo de esnifar hormigas también, al parecer—. Pero esa capacidad de reírse de sí mismo, de mostrarse vulnerable, de no esconder ni sus demonios ni sus meteduras de pata, también lo convirtió en una figura entrañable y paradójicamente cercana. Ozzy fue nuestro antihéroe.
Su carrera en solitario, tras ser expulsado de Sabbath en 1979, no solo le dio una segunda vida: lo catapultó al estatus de icono absoluto. Con Sharon Osbourne —esposa, mánager, general de su ejército personal— al frente de la nave, firmó discos que marcaron a generaciones enteras. Desde Blizzard of Ozz con Randy Rhoads hasta No More Tears, su discografía está repleta de clásicos como Crazy Train, Mr. Crowley, Bark at the Moon o Mama, I’m Coming Home.
Fue un frontman irrepetible, pero también un tipo que supo adaptarse sin perder la esencia. Lo mismo podía colaborar con Lemmy que con Elton John, como hizo en 2020 en el tema Ordinary Man, donde dejaba claro su epitafio: “No quiero morir como un hombre ordinario”.
Y no lo hizo.
Lo que Ozzy nos dejó
Para quienes crecimos con un póster suyo en la pared o nos hicimos mayores entre distorsiones, cuero negro y letras que hablaban de cosas que no salían en la radio, Ozzy fue mucho más que un cantante: fue el que abrió la puerta. El que nos hizo mirar al abismo y decir: “sí, quiero entrar”. Su música nos hizo sentir comprendidos en nuestra rareza, nos enseñó que lo siniestro podía ser bello, que lo marginado tenía voz.
Con su muerte, se cierra un ciclo. Pero también se confirma algo que ya sabíamos: el metal no morirá nunca, porque su rey fue inmortal desde el primer riff.
Descansa, Ozzy. Y gracias por todo el ruido.
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