
Hay ciudades que se definen por lo que levantan, y otras, más discretas, por lo que sostienen en el aire. Alcoy es de estas últimas. El visitante que llega descubre pronto que no pisa exactamente una urbe, sino una red de pasarelas colgadas sobre un vacío vigilado por barrancos. Esa geografía forja un carácter: vivir en un lugar donde los puentes son condición de posibilidad imprime una especie de conciencia permanente de la fragilidad, como si la vida fuera una película de catástrofes y supiéramos que, llegado el meteorito, lo primero en caer sería nuestro acceso a la otra orilla.
Quizá por eso el alcoyano es imaginativo y terco a partes iguales: sabe que nada está garantizado y, sin embargo, insiste en levantar sus mundos propios. Uno va al Moniatic o entra al Escenari y siente esa endogamia orgullosa de comunidad que no es vanidad, sino convicción de que lo valioso nace en lo común, en el nosotros antes que en el yo. Lo propio no se idolatra, se comparte; y cuando llega el momento de abrir puertas, ahí están los puentes.
El último puente, curiosamente, no es de piedra ni de hierro, sino de código: Al-coin, la moneda digital municipal con la que Alcoy se estrena en el mapa de las “smart cities” como quien saca pecho en una función de barrio. Trescientos usuarios y cuarenta y ocho comercios ya la han probado, lo suficiente para decir que la cosa funciona y, más aún, para demostrar que la innovación tecnológica puede brotar de un ayuntamiento sin disfrazarse de Silicon Valley.
Alcoy ensaya con sus bonos digitales una metáfora que parece hecha a su medida: la moneda no circula más allá de los límites de la ciudad, no se acumula, no se reembolsa. Nace, vive y caduca en el perímetro de lo local. Como un puente que une orillas próximas, no continentes remotos. Y en esa limitación reside su fuerza: en lugar de soñar con ser el próximo bitcoin, se atreve a ser sencillamente alcoyana.
Oscar Wilde decía que el mapa del mundo que no incluye la utopía no merece ser mirado. Alcoy, con sus puentes de vértigo y ahora con su moneda de código, parece haber entendido que la utopía más radical no es conquistar el mundo, sino mantener vivo un pequeño ecosistema, cuidarlo y reinventarlo.
En tiempos de inflación global, monedas espectrales y ciudades que se desdibujan en la homogeneidad, Alcoy se da el lujo de ensayar con una divisa que vale solo dentro de sus mercados municipales. Lo endogámico, convertido en gesto político. Lo local, como afirmación de inteligencia colectiva. Quizá los puentes no son para huir del desastre, sino para recordarnos que siempre hay otra orilla, y que se puede llegar a ella incluso con una moneda que no compra futuro, sino presente compartido.
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