
RTVE había conseguido lo que parecía imposible en la era de las plataformas, la televisión de pago y el algoritmo todopoderoso: volver a ser relevante. Con contenidos innovadores, valientes y, sobre todo, útiles. En los últimos años, la cadena pública había recuperado terreno a base de apostar por lo que verdaderamente le corresponde: el servicio público, la pluralidad, la cultura y la crítica social.
Programas como Late Xou, las entrevistas de Al cielo con ella, los documentales de La 2 que no rehúyen lo incómodo, series de calidad alejadas del estándar comercial, y, cómo no, la llegada de Broncano o la recuperación de Buenafuente —sí, ellos también caben en un canal público—, pusieron a RTVE en boca de todos. A eso se suman Telediarios que, con sus errores, aún conservan algo de cordura frente al ruido, y mañanas donde no todo es magazine anestesiante.
¿Y qué decir de las madrugadas? Esas joyas ocultas donde Radio 3 da lecciones de música sin concesiones, los documentales laten en su crudeza, y el cine —sí, cine español sin complejos— ocupa su lugar tres noches a la semana. Ahí siguen también los clásicos imperecederos como Saber y Ganar o Cifras y letras, e incluso esas series pensadas para públicos mayores como La Promesa, que cumplen su función sin pretender otra cosa.
Hasta aquí, una RTVE ejemplar. Plural. Culta. Desobediente a las modas. Pero no todo es oro.
Porque entonces llegan decisiones que no solo desconciertan, sino que duelen. ¿En serio era necesario incorporar a Belén Esteban a la parrilla de la televisión pública? ¿Cuál es la lógica de convertir RTVE en una prolongación del universo Sálvame? ¿Qué justificación hay, más allá de la codicia de las audiencias fáciles y la presión de algunos despachos?
Sumemos a eso el fichaje de Arturo Valls y Chenoa para formatos de entretenimiento planos, desganados, previsibles… Y seguramente carísimos. La televisión pública no puede, no debe, competir en el mismo lodazal que las cadenas privadas. Porque el precio que se paga es demasiado alto: la pérdida de credibilidad, de identidad, de ese respeto ganado a pulso cuando apostaban por la excelencia en lugar del algoritmo.
El problema de fondo es claro: a muchos les molesta una RTVE que funcione, que informe con criterio, que critique con libertad. A los medios privados, acostumbrados a servilismos, a la mentira disfrazada de pluralidad, y a la banalidad como moneda de cambio, les incomoda una televisión pública que ejerza como tal. No soportan que se les desmonte el negocio del click y del odio con una apuesta por la inteligencia y la cultura.
¿Y quién está detrás de estas presiones? Pregúntese quién pierde dinero cuando RTVE gana respeto. Quizás ahí encuentre usted respuestas que van más allá del share y nos llevan al poder económico, mediático, y geopolítico. Porque sí, también hay intereses israelíes, capitales opacos y lobbies reaccionarios que prefieren una televisión pública sumisa, entretenida y desmemoriada.
RTVE había demostrado que otra televisión era posible. Y aún puede serlo. Pero no puede seguir navegando entre dos aguas. O es servicio público… o es un remedo torpe de la televisión basura.
Y, sinceramente, lo segundo no lo necesitamos. Ya lo tenemos en todas partes.
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