
Todos celebramos poder volar directo a cualquier punto del mapa a precios aparentemente bajos. Sin embargo, la otra cara del modelo “low cost” muestra una factura que no aparece en los billetes: competencia fiscal mínima, subsidios públicos encubiertos y una estructura de movilidad cada vez más dependiente de intereses privados. Mientras tanto, proyectos como el corredor mediterráneo o una red ferroviaria moderna siguen sin materializarse, y el transporte aéreo acapara buena parte del relato del progreso.
Ryanair ha situado a los aeropuertos de Alicante-Elche y Valencia-Manises en el centro de su estrategia para 2025. La aerolínea irlandesa anuncia una programación de invierno con 79 rutas desde Alicante, diez de ellas nuevas, y un aumento del 12% en asientos, además de un crecimiento del 8% en Valencia. Con 8,3 millones de pasajeros previstos, la compañía controlará cerca del 40% del tráfico total del aeropuerto alicantino.
A primera vista, la expansión parece una buena noticia para la conectividad y el turismo. Pero la compañía lo hace a costa de reducir operaciones en aeropuertos regionales como Santiago, Vigo o Tenerife Norte, alegando que el incremento de tasas aeroportuarias de Aena “pone en riesgo la competitividad”. En realidad, el patrón es conocido: Ryanair concentra su actividad en los destinos donde la rentabilidad por pasajero es mayor y abandona los aeródromos con menor margen, dejando tras de sí vacíos operativos que deben cubrir las administraciones locales.
La portavoz de Ryanair en España, Alejandra Ruiz, defiende que “las tasas actuales perjudican al consumidor y al turismo regional”. Pero Aena rebate el argumento con datos: las tarifas españolas son de las más bajas de Europa, y la subida prevista para 2026 será de apenas 0,68 euros por pasajero, una cifra sin impacto real en la demanda.
Según el gestor aeroportuario, el verdadero motivo de los cierres no son las tasas, sino la baja rentabilidad de determinados aeropuertos. En palabras de su presidente, Maurici Lucena, la compañía “traslada sus aviones donde puede fijar precios más altos y obtener mayores márgenes”, ejerciendo “presión pública sobre gobiernos democráticos” para obtener ventajas económicas.
En el fondo, el debate no es técnico, sino político: quién debe sostener el coste de la conectividad aérea, y hasta qué punto las aerolíneas privadas pueden condicionar las decisiones de inversión pública.
Castellón, la paradoja del aeropuerto “ideal”
El caso del aeropuerto de Castellón resume el problema. Ryanair lo ha descrito como su modelo ideal de operación en España, pese a que en 2023 acumuló 11,6 millones de euros en pérdidas, sufragados con fondos públicos valencianos. Un aeropuerto deficitario, sostenido por la administración autonómica, que sirve de ejemplo para una aerolínea que presume de independencia y eficiencia.
El modelo “low cost” se apoya así en un mecanismo de subsidios indirectos: los contribuyentes financian infraestructuras y pérdidas, mientras las compañías capturan los beneficios de un mercado turístico masivo.
En su presentación, Ryanair también anunció la eliminación del embarque en papel y la ampliación del equipaje de mano gratuito. Se trata de medidas con una lectura más económica que ecológica: reducción de costes operativos y refuerzo de la fidelización del cliente.
La compañía defiende una inversión de 11.000 millones de dólares en España, aunque la mayor parte corresponde a la compra de aviones fabricados fuera del país, sin impacto directo sobre la industria nacional. De nuevo, el relato de la “inversión” encubre una operación de renovación de flota que apenas deja retorno económico o tecnológico en el territorio.
El espejismo de la accesibilidad
El modelo Ryanair se presenta como democratizador, pero su impacto tiende a concentrar poder y beneficios. Las regiones más rentables atraen más vuelos, más turistas y más inversión, mientras las periféricas pierden conectividad y oportunidades. Las instituciones, por su parte, compiten entre sí con incentivos y subvenciones para atraer rutas que, en muchos casos, solo se mantienen mientras resultan rentables para la aerolínea.
El resultado es un ecosistema de dependencia estructural: aerolíneas que presionan a los gestores públicos, aeropuertos sostenidos con dinero de todos y un sistema de transporte que prioriza el corto plazo y la rentabilidad sobre la planificación territorial y climática.
Ryanair seguirá creciendo en España. Pero la pregunta de fondo no es cuántos vuelos nuevos tendrá Alicante o Valencia, sino a qué coste se mantiene ese crecimiento. Si el transporte aéreo de bajo coste depende de subvenciones públicas, exenciones fiscales y precariedad laboral, su “éxito” deja de ser una historia de eficiencia para convertirse en un ejemplo de desequilibrio.
Mientras el tren sigue esperando su corredor mediterráneo, la aviación low cost continúa ampliando sus alas sobre una infraestructura financiada por todos. Volar, sí; pero sin olvidar quién paga realmente el billete.
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