
Para mí, lo imposible nunca fue un muro. Fue, más bien, un umbral. No una advertencia, sino un silbo leve en la penumbra, como una inspiración momentánea que te hace ver un camino que nadie antes ha trazado.
Lo supuestamente imposible nunca me ha hecho desistir, sino levantar la mirada. Porque lo posible —ese terreno seguro donde se siembran las rutinas y florece la inercia— se alcanza con voluntad y tiempo, con la alineación paulatina de lo que uno quiere y el tiempo que uno tiene. Lo imposible, en cambio exige otras cosas.
Napoleón, en su arrebato de genio y delirio, escribió: “Lo imposible es el fantasma de los tímidos y el refugio de los cobardes.” No sé si tenía razón, pero sé que hay algo de verdad temblando ahí. Lo imposible como excusa, como sombra proyectada por quienes han decidido no mirar de frente la luz. Pero yo no he aprendido a temerle. Lo imposible, para mí, es una trampa noble: exige tanto que termina desnudándonos. ¿Qué somos cuando no hay garantías? ¿Qué nos queda cuando todo parece inútil salvo la esperanza de que lo que deseas ocurra?
Hesse supo mejor que nadie acariciar este dilema: “Para que pueda surgir lo posible es preciso intentar una y otra vez lo imposible.” Esa frase me acompaña como un dogma. Yo que he cometido miles de errores hasta acertar sé las veces que hay que perderse en lo desmesurado para hallar el centro. Porque en el intento ya hay una victoria secreta: la de quien no se resigna, la de quien mira el horizonte con ojos de incendio.
Y Goethe, eterno enamorado de la belleza trágica de los imposibles, lo escribió, también: “Yo amo a aquel que desea lo imposible.” Yo también. Porque desear lo imposible es una forma de desafiar al mundo, pero también al propio miedo. Es decirle al caos: “Aquí estoy. Inténtalo tú también.” Es buscar sentido no en la meta, sino en la motivación que nos empuja a movernos, aun sabiendo que hay una opción de que nunca llegues a ese final marcado.
Y está, por supuesto, la sabiduría sin autor, esa que pertenece a todos: “Como no sabían que era imposible, lo hicieron.” Quizás ahí resida el secreto más profundo. No en la superación, sino en la ignorancia de los límites. En la inocencia, o la osadía, de quien no se detiene a preguntarse si se puede.
Al fin y al cabo, lo imposible no es una negación. Es una invitación. Porque en realidad, no lleva implícito un: “No puedes”, sino un: “¿Te atreves?”.
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