
Las lágrimas de Salomé Pradas, consellera de Medio Ambiente de la Generalitat Valenciana, han reabierto un viejo debate que incomoda a todos los partidos, pero que atraviesa silenciosamente todos los niveles de la administración: ¿quién elige a los que nos gobiernan? ¿Por qué gobiernan? o, más bien: ¿por qué la autocrítica se hace siempre después y no antes o durante?
Pradas, visiblemente superada por la situación de emergencia tras el último temporal en la Comunidad Valenciana, asumía en público que no estaba preparada para gestionar una catástrofe de este tipo. Su sinceridad, más allá del momento emocional, pone de relieve una cuestión que va mucho más allá de su persona o de su cargo. Porque el problema no es ella. El problema es el sistema que la pone ahí.
En cualquier otro ámbito profesional, uno accede a un puesto de responsabilidad con una mezcla de experiencia, formación y trayectoria. En política, en cambio, la ecuación es otra: fidelidad, pertenencia a unas siglas y ubicación estratégica en una lista cerrada. Lo que debería ser un proceso meritocrático, acaba convertido en una tómbola partidista. Y lo grave no es solo que alguien sin experiencia tenga un cargo de gestión: lo grave es que eso se ha normalizado.
En España, puede acabar gestionando educación alguien que no ha pisado nunca un aula como docente. Sanidad, alguien que nunca ha trabajado en el sistema sanitario. Cultura, alguien que no ha leído un libro ni asistido a un concierto en su vida. Y podríamos seguir con ejemplos similares para cada ámbito de gestión.
La política no puede permitirse vivir en una burbuja. La transversalidad no es una opción, es una obligación. Hace falta escuchar a quienes conocen la materia, abrir las puertas de la administración a profesionales, rodearse de técnicos con criterio, y —por qué no decirlo— bajarse del pedestal de las siglas para escuchar lo que pasa en la calle. Porque si quien toma decisiones lo hace sin tener ni idea del terreno que pisa, y encima su principal asesor es otro miembro del partido sin formación en la materia… el desastre está servido.
Lo de Mazón y Salomé Pradas no es una excepción. Es el reflejo de una estructura política que prima la obediencia sobre la competencia. Y lo peor es que esta lógica se reproduce, con mayor o menor intensidad, en cada ayuntamiento, diputación o comunidad autónoma del país. Porque aquí no gobierna el más preparado. Aquí gobierna quien toca, según el reparto interno del partido.
Hasta que eso no cambie, hasta que no se ponga en valor la gestión por encima del marketing político, seguiremos condenados a vivir en una política de improvisación, de parches y de lágrimas públicas. Y eso, cuando hay vidas en juego, es directamente inaceptable.
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