
Hay un ruido sordo que no cesa. No viene del tráfico, ni de las obras, ni siquiera del vecino que arrastra muebles cada madrugada como si estuviera buscando la paz interior debajo del sofá. Es otro ruido, más invisible y más cansado: el ruido de las opiniones. Opiniones que se vierten como agua de una jarra rota. Acampados en la sección de Comentarios, opinando sin diálogo, sin escucha, sin intercambio y sin asimilar lo que otros, también, tienen cosas que decir.
Vivimos en la era del comentario automático. La gente se lanza al teclado, a desahogarse, como quien se lanza a la piscina sin comprobar si hay agua. En cualquier artículo de opinión, vídeo o hilo de red social, no es raro encontrar más reacciones que lecturas atentas. Se responde a titulares sin haber llegado al segundo párrafo. Se rebate a personas que no se han entendido, y muchas veces, ni siquiera se ha intentado.
Uno se pregunta, a veces, si queda alguien que escuche. Escuchar de verdad. Escuchar sin pensar, como yo escucho a Bob Pop, a Aimar Bretos cuando abre su programa o el Deforme Semanal. Sin pensar en la réplica o en lo que vas a decir después. Escuchar con la pausa que merece quien se ha tomado el trabajo de hablar con honestidad.
Pero el mundo tiene prisa…
Vivimos encadenados al consumo exprés de contenidos. Dicen que se han visto «todas las series», que se leen «diez periódicos al día», que se escuchan «cuatro podcasts a la vez», mientras se cocina, se responde correos y se piensa, al mismo tiempo, en lo que se va a publicar en la próxima historia de Instagram. Nos tragamos las palabras pero no las masticamos. Y así es como se nos indigestan las ideas.
El problema no es opinar. El problema es opinar sin haber reflexionado. O peor aún: sin saber cómo reflexionar. Porque reflexionar exige algo que hoy escasea más que el oro: tiempo y silencio. Requiere quedarnos a solas con lo leído, dejar que la tinta de las palabras se seque por dentro, permitirnos disentir sin rabia, asentir sin euforia.
Y aquí aparece el gran olvidado de nuestra era: el silencio. No el silencio incómodo, ese que algunos temen como si fuera una condena. No. Me refiero al silencio fértil. El que permite que algo germine dentro. El que hace hueco para entender, para comprender, para —de vez en cuando— cambiar de opinión. Qué lujo, cambiar de opinión.
Quizás deberíamos reivindicar la pausa como acto revolucionario. Pararse a escuchar una voz ajena, sin interrumpirla mentalmente. Leer algo sin necesidad de decir nada después. No correr hacia la caja de comentarios. No competir por decir la última palabra, sino intentar entender la primera.
Volver al arte del “esperar para hablar”. A dejar que los pensamientos se posen como polvo sobre una superficie quieta. Porque, ¿de qué sirve tanto ruido si no somos capaces de oírnos ni a nosotros mismos?
En tiempos donde todo urge, escuchar es un acto de resistencia. Y hacer silencio, una forma de cuidar el mundo.
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