
Hay una satisfacción discreta, casi secreta, en hacer cosas que no son para uno mismo. No hablo del altruismo de pancarta ni del sacrificio conmemorativo. Me refiero a ese gesto cotidiano, sencillo y voluntario de escribir para informar, de ayudar a otro a entender mejor su trabajo, de hablar con alguien cuidando que nuestras palabras no se le claven como piedras.
Lo hago todos los días. No porque alguien me lo pida, ni porque espere palmaditas en la espalda o reconocimientos públicos. Lo hago, simplemente, porque me apetece. Porque hay algo profundamente humano y valioso en sentarse a producir sentido para otros, a ofrecer claridad o aportar una visión concreta, sin ser una carga más en el ruido de este mundo. Y cuando uno encuentra placer en eso, en hacer sin esperar, entonces empieza a comprender otra dimensión del hacer. No se trata de llegar a todo, si no de disfrutar de lo que nos da la vida para hacer.
No es, como algunos piensan, vanidad camuflada de humildad. Es una forma de sostener la vida común con gestos altruistas que nadie ve pero que sostienen mucho más de lo que se cree.
Yo me considero bueno. No perfecto ni irreprochable, claro está. Pero intento serlo, aunque no lo logre siempre. La bondad, como la escritura, se ejercita. Tiene días sembrados y días en los que te sientes profundamente torpe. Me expongo a la crítica consciente de que antes lo que ahora escribo en 20 minutos, antes se maceraba en semanas enteras. También su efecto era más duradero y de eso, supongo, me queda el feedback que ahora, con tanto pasar cosas con el dedo, queda en nada.
Te acostumbras. Lo asumes. Te vuelves menos exigente, porque lo mejor de ser analógico es que no requerimos likes para sobrevivir ni física, ni económica, ni mentalmente.
Esa es la clave para mantener intacta esta satisfacción: no contaminarla con la necesidad de ser visto, ni de ser celebrado. No hacer del bien un acto de marketing personal. No medirlo todo en retorno efímero, sino recuperando el largo plazo en desuso. Hay una ética de la discreción, una alegría sin espectáculo, que se encuentra ahí, justo cuando uno hace algo por alguien y no espera que eso sea noticia.
Seguramente, un día, me hará falta que alguien haga lo mismo por mí. Y si no pasa, no pasa como otras tantas cosas. Pero eso no va a quitarle valor a todo lo anterior. Porque la satisfacción más honda no está en el resultado, sino en la coherencia con uno mismo. Y eso, al menos, lo tengo. Algo que en un mundo que cada vez parece más urgido de atención que de intención, vale más de lo que parece. O, al menos, tiene un valor. Quizá no suficiente, pero valor al fin y al cabo.
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