
En la era del pulgar inquieto, del “subir la historia” antes de que acabe la canción, del “si no lo grabo, no estuve”, hemos olvidado algo esencial: mirar. Y, sobre todo, dejar mirar por ti, a quien sabe hacerlo. Porque una buena fotografía de concierto no es un trofeo para redes, ni una ráfaga de flashes sin alma. Es memoria. Es arte. Es narrativa.
Durante años, fueron sus ojos los que nos contaron lo que pasó. Cuando todavía no íbamos a conciertos. Cuando ni siquiera sabíamos qué era un ISO. Aquellas imágenes en blanco y negro —con el grano justo, el gesto preciso, el humo, la tensión de una cuerda, el sudor de un cantante perdido en su propio grito— eran más elocuentes que muchas crónicas enteras. Un disparo bastaba. Y no necesitaba sonido.
Hoy, cualquier persona con un móvil se siente capaz de emular a Charlotte Patmore, a Anton Corbijn, a Ouka Leele. Pero no pueden. No es soberbia: es técnica, es sensibilidad, es saber esperar. Un fotógrafo de conciertos no solo aprieta un botón: mide la luz, respira el ritmo, se funde con la escena y se lleva codazos. Y cuando aprieta el disparador, es porque ahí —justo ahí— está el momento que recordaremos para siempre.
En cambio, lo que muchas veces vemos desde el público son cientos de pequeñas pantallas levantadas, iluminadas, interponiéndose entre la música y la emoción. ¿Para qué grabar un vídeo desde la fila 17, con un sonido que parece salido de una batidora? ¿Para qué ocupar el aire con una nube de píxeles sin contexto ni intención? En esa búsqueda compulsiva de captar el instante, lo estamos perdiendo.
Reivindicar a los fotógrafos es recuperar el respeto por la mirada ajena. Es confiar en quien se ha formado, en quien se mueve entre el caos con sigilo, en quien logra —a veces con solo tres canciones de margen y una pulsera de pit lane— condensar la magia en un solo clic. Porque una buena foto de concierto no solo documenta: interpreta, traduce, preserva.
Tal vez por eso echamos tanto de menos aquellas crónicas que venían con una imagen al lado. Una sola. Pero qué imagen. Ahí estaba todo: el rugido, la entrega, la luz del escenario, los ojos cerrados de quien canta o de quien escucha. En el detalle está la perfección. Y en saber captarlo, también.
Así que la próxima vez que vayas a un concierto, piensa en esto: guarda el móvil. Mira con tus propios ojos. Y, si hay suerte, confía en que alguien —una fotógrafa, un fotógrafo— estará ahí, viendo lo mismo que tú, pero mejor. Porque eso también es música.
PD. Gracias a José, Juan Carlos, Loles, Gorka, Hugo, Ruth, Rafa, Diego, Fer y todos los que me enseñaron la importancia de todo esto en el último Spring.
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